X. El destino se define.

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—Ango, ¿qué haces por las noches? —me preguntó Oda, mientras el humo del cigarrillo aún pululaba en la habitación, confundiendo nuestras ideas.

—Hago unos recados. Nada más —le contesté, y sin dejarlo hacer otra interrogante le arrebaté el cigarro de los labios y lo llevé a los míos.

Los encuentros en mi departamento se habían normalizado, al punto en que habían conseguido un horario más o menos constante entre las diez y las doce de la noche. No obstante, la misión impuesta por ti había desestabilizado todo cuanto habíamos conseguido. Cuando me levantaba —a eso de la una de la mañana— Oda siempre se despertaba. Siempre. Su sueño era como una pluma flotando en el aire, y mis asuntos una corriente de viento que le impedía asentarse.

Oda dejó de ir a mi departamento al cuarto día, pero estuve tan ocupado que apenas y le di relevancia.

Los trece lugares indicados en las fotografías me robaban todo mi tiempo. Entre el ir y venir de decenas de subordinados, alguna repentina explosión de Rashoumon, y las charlas de siempre de Lagarto Negro, la realidad era que no había nada de extravagancia inusual para reportar. Nada, a excepción de la mirada de Dazai, tan consciente del manchón de pintura, como si mirara a una cámara cuya existencia conoce. Su recuerdo me veía directo a los ojos, y entonces me encontraba a mi mismo conteniendo la respiración, a la defensiva.

Al sexto día, a tan sólo un día de culminar con mi misión, Oda me invitó a comer ramen. Y acepté.

Cuando llegué, él me estaba esperando para ordenar. Nos sentamos uno al lado del otro en la barra, en completo silencio. Intenté entablar conversación, acerca del fracaso experimental de una nueva "evolución" de las bombas de limón, sobre la repentina tranquilidad que se paseaba sospechosa por la Port Mafia, en resumen, de cualquier cosa. Y aunque Oda era callado y carente de expresiones fáciles por naturaleza, no pude evitar pensar que había algo extraño en su silencio.

Era un silencio ausente. Su mirada pérdida así me lo hizo saber. Cuando nos retiramos, y su plato de ramen casi intacto fue abandonado en la barra, tuve otra sensación de que aquello no era normal. Le pregunté si le sucedía algo, pero no obtuve más que una vaga negación. Oda no solía ser un hombre de muchas palabras, pero no era distraído, y, al menos conmigo, no solía ser tan cortante. Era extraño, toda una singularidad que me dejo pensante el resto de la semana.

Y así, entre cavilaciones carentes de puerto al cual llegar, los recuerdos del séptimo día fueron redactados en un informe que pretendía darte ese mismo día, hasta que tu mensaje me arruinó toda intención.

"Encontramos más pistas. Tardaré una semana más. Sigue con lo tuyo", decía el mensaje, y ¿quién era yo para decirte que ordenarme y qué no? De forma que la aparentemente culminada tarea sólo se reanudó una vez más, y no sé si fue lo mejor o lo peor que pudo haber pasado.

Al día siguiente, una madrugada del martes aún con sabor a lunes, encontré entre los recuerdos algo más que hombres de negro hablando el idioma de la Port Mafia. Allí, ocultos en uno de los callejones, hallé algo que no supe cómo llamar.

Vi a Dazai aferrado del brazo de Oda. No sería extraño supuestas las excentricidades de Dazai, pero toda sospecha, toda idea aparentemente delirante se acentuó en cuanto Osamu arrojó sus brazos alrededor del cuello de Oda, y lo besó. Fue un encuentro breve, efímero, pero cuando se retiraron, sus manos permanecieron unidas, como si fueran cómplices, como si estuvieran presumiendo una unión más fuerte y profunda de la que yo jamás tendría con nadie.

Por amor a la decadencia [ChuuAngo]Where stories live. Discover now