XXII. La oscuridad de otra noche.

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La brisa nocturna invadía el aire, y le daba un toque húmedo, salado. A donde quiera que mirara en aquellos cajones oscuros, relucía bajo la luz de mi lámpara un tinte cobrizo, oxidado. Las manecillas de mi reloj estaban a tan sólo unos instantes de unirse cuando finalmente encontré el callejón visto en tu sombrero. Frente a mí, su presencia silenciosa emanaba oscuridad, como si recién hubiera salido de un sueño.

Las manecillas se juntaron, y no llegaste. Me pregunté si habría sido un engaño. Nada me convencía de lo contrario, aunque si terminé por inclinarme hacia un tipo más sofisticado de falacias. Invitar y no acudir no era diferente de tocar el timbre de una casa y huir. No eras así de infantil. Entonces, con esa idea firme en mi mente, acudí a uno de los muros, y él me lo mostró todo, desde las sombras del día, hasta los secretos remanentes de la noche. En particular, me mostró tu silueta, caminando determinante hacia detrás de unas cajas enmohecidas, para luego descender.

Incrédulo, seguí tu trayecto, y me encontré con un pasadizo, un conjunto de escaleras subterráneas orientadas hacia un túnel de sombras condensadas. Naturalmente, descendí por sus escalones, apenas bordeados por un hilo de pálida luz lunar.

Al principio las paredes trastabillantes de aquel túnel parecían tragarme con sus oscuras lenguas. Sin embargo, conforme más avanzaba —a tientas, en ciertos momentos— me percataba de una opaca luz al final, una ilusión gris que simulaba algún brillo triste. Por fin, conseguí llegar a un lugar más amplio. Estaba iluminado por un par de endebles focos, titilantes. No se distinguía nada más que polvo y mugre en el suelo. No fue hasta que mi vista se acostumbró a los leves atisbos de luz que pude verte al fondo de la habitación. Estabas sentado sobre un montón de escombros, fumando un cigarrillo. Cuando te diste cuenta de que te miraba, lo tiraste al piso, y lo aplastaste al tiempo que te erguías. Lo machacaste con el zapato una y otra vez, sin dejar de mirarme a los ojos.

—Eres un idiota al venir aquí.

—Si querías insultarme, eras libre de hacerlo en la consulta.

Esbozaste una sonrisa enorme, cruel. Parecías divertido, aunque no podía estar seguro de ello, no viendo tus ojos ahogados en repudio.

—Este lugar solía ser un almacén de la Port Mafia —dijiste, y te acercaste hacia mí, un paso a la vez.

—Sí, comienzo a recordarlo.

—Pues claro. —Pronto estuviste a mi lado. Te inclinaste sobre mi oreja, lentamente. No podía verte el rostro en la oscuridad—. Tú enviaste a Mimic para que lo saquearan.

Te alejaste hasta estar a mis espaldas. Parecías jugar conmigo. Un cansancio súbito me abarcó, y estuve a punto de acostarme sobre el piso. Me hubiera gustado hacerlo. Podía imaginar con mucha facilidad la cara que hubieras puesto; Una ceja alzada, mientras que la otra se presionaba en confusión, tus labios ligeramente abiertos, o aplastados en una mueca más bien graciosa. Era una expresión digna de ver.

—Hey, ¿En qué piensas?

—Realmente pienso que debí hacerlo.

—¿Ah?

Y ahí estaba, una versión disminuida de tu confusión. Ladeaste la cabeza, y alzaste una ceja. Aquel simple gesto siempre significaría para mí la liberación de una pregunta sin necesidad de palabras. Era uno de tus gestos puramente tuyos, uno de los tantos que yo había amado. Me preguntaba hasta que punto lo hacía todavía.

—Recostarme en el piso —aclaré. Permaneciste igual.

—¿El piso? —Lo miraste con una mueca de asco—. Bueno, no sé de qué me extraño. Ahí estabas cuando intentaste quitarte la vida, ¿no?

Por amor a la decadencia [ChuuAngo]Where stories live. Discover now