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Me quedé un momento pensando qué hacer, esa era la primera vez que cruzaba palabras con Lautaro desde aquella noche donde me acompañó hasta mi cuarto y no me dejó hasta la mañana siguiente.

• • •

Hace dos semanas.

Al abrir la puerta, perdí la estabilidad cayendo hacia el piso. Antes de que pueda siquiera tocarlo, Lautaro que estaba detrás mío tuvo el reflejo de tomarme de la cintura y levantarme lentamente para reincorporarme.

— Despacio, cuidado —pidió mientras me sostenía firmemente.

Me tomé del marco de la puerta, se me dormía la mano de la fuerza que estaba ejerciendo, pero no me quedaba de otra. Y no quería sentir que hacía algo mal con él.

— Estoy bien, gracias —le dije bajito, mirándolo por encima de mi hombro.

Entré, sosteniendome de las paredes y los muebles hasta llegar a mi cama.

Necesitaba llorar un poco, sentir que ya no me quedaba nada dentro por sacar. Él seguía ahí, había cerrado la puerta y sostenía una manta.

Con la casi nula fuerza que me quedaba, tiré mis cosas a un lado y me tumbé.

— Gracias, podés irte—le pedí, en mi mente iba y venía todo lo que hacía y como me trataba, por otro lado, se me repetía constantemente lo que me había contado Lean. Me dolían los párpados y sentía que me picaba por dentro.

— Me pediste que no te deje —se acercó, poco a poco, supongo que para no asustarme.

— Lo sé —le respondí, clavé mi mirada en sus ojos— pero estoy mejor.

Él se sentó en el piso, de rodillas. Teníamos la mirada a la misma altura pero cada una decía y pedía algo diferente.

— No parece  —dijo, señalandose a sí mismo sus ojos y luego los mios— porque estás conteniendo lágrimas.

Tomé una gran bocanada de aire, obviando las lágrimas que se escaparon y rondaban por mis mejillas.

Pronto mi garganta se bloqueó, tenía alguien invisible bloqueando la entrada de aire y haciéndome doler. Alguien invisible o mil cuchillos me estaban dejando sin habla.

— Alejate —le pedí— Alejate de mí.

— Dame una razón y te dejo en paz—con toda la furia acumulada, subiendo por mi pecho, lo observé esperando que mis ojos hablen por mí.

— Alejate.

Negó con la cabeza, en vez de irse, se levantó y se acomodó en los pies de la cama.

— No voy a irme hasta que me des una razón coherente, Giole —de reojo miró mis manos, arañadas entre sí — podés darme una patada o pegarme una piña, pero no me voy a ir hasta entenderte.

— ¿Entenderme? —se me escapó exasperante, junto con el llanto que me guardé — ¿Estás loco?

Se acunó mirándome.

Mis cejas mostraban la frustración, mis labios temblaban y mi cuerpo no soportaba la falta de aire.

— Estás jugando conmigo —la primera parte, siempre sale bien, la segunda no— ¿Y vos sos quien quiere entenderme? ¿En serio?

La última palabra me salió del alma, como un hilo a punto de quebrarse. Su mirada se oscureció, sus ojos ya no podían mirarme.

— Bueno —se levantó de la cama— es una buena razón.

La hija de Scaloni © BloomyquoteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora