capítulo 13

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Capítulo 13
Maddox Phoenix
Correr.


Cierro mis ojos por un instante, y el murmullo de la multitud llena mis oídos como si fuera la estática de una radio vieja. Puedo sentir cada músculo de mi cuerpo tenso y listo, cada fibra tejida con semanas de madrugones, largas horas en la pista, y el sabor metálico del esfuerzo que no cesa ni siquiera cuando las luces se apagan.
La preparatoria es un collage de sonidos y colores alrededor de la pista de atletismo: los gritos de ánimo, el olor dulzón del césped recién cortado, y la vibración casi palpable de la emoción colectiva que precede a cada carrera. Están todos aquí, mis padres con sus sonrisas nerviosas que intentan ocultar su ansiedad como si pudiera no darme cuenta, mis amigos repitiendo el mismo chiste de siempre para hacerme reír y aligerar la tensión que se adueña del ambiente.
Sin embargo, entre toda esa maraña de caras conocidas, inmediatamente busco a una en especial. Alana. Su nombre resuena en mi mente como un mantra calmante. Ella no es sólo una cara en la multitud, es el faro que guía mi barco en la tempestad de mis nervios. “Estaré allí”, esa fue su promesa susurrada anoche, y en cuyo eco he estado envuelto todo el día.
Abro los ojos y recorro la multitud una vez más. La ansiedad me muerde el estómago mientras la búsqueda se prolonga. No la veo. Retumban las palabras del entrenador en mi cabeza:
──Concéntrate, Maddox. Tus ojos en la meta, en nada más. ──Pero ¿cómo explicarle que ella es parte de mi meta? Que Alana es, de alguna forma, la meta misma.
Puedo sentir cómo las palabras del entrenador rebotan en las paredes de mi mente
──Línea de salida, Maddox, ¡ya! ──Pero hay una promesa que no se ha cumplido, una pieza faltante en mi perfecto rompecabezas pre-carrera. Alana no está aquí. La multitud es un mar de rostros sin el suyo, y todo lo que puedo pensar es ¿por qué?
Decidido, rompo mi concentración y me abalanzo fuera de la fila de atletas calentando sus músculos y ajustando sus zapatillas. Mis ojos barren la multitud, buscando, hasta que la localizo. Chloe, la hermana de Alana, con su pelo oscuro un espejo fiel del de Alana, pero sin el brillo familiar que siempre lo acompaña.
Mis pasos son rápidos, impulsivos, mi corazón late al ritmo de una urgencia desconocida. El entrenador grita mi nombre otra vez, pero el sonido parece venir de muy lejos. Nada importa excepto la verdad que Chloe tiene para mí.

──Chloe. ──digo, deteniéndome frente a ella. ──¿dónde está Alana? Prometió estar aquí.
Su rostro es una máscara de calma que no llega a sus ojos. Hay algo allí, un remolino de emociones que ella lucha por contener.
──Maddox. ──empieza, y hay una vacilación en su voz que me golpea con una oleada de inquietud. ──. Alana… ella quería estar aquí, más que nada.
──¿Pero?
Pero Chloe solo sacude la cabeza,
──Después de la carrera, te lo explicaré todo. Ahora tienes que ir al bloque de partida. Ella querría eso, Maddox. Corre por ella, como si ella te estuviera mirando. ──Su mano toca mi brazo ligeramente, un gesto que intenta ser reconfortante.
Quiero preguntar más, insistir hasta que me devuelva la imagen de mi día perfecto, con Alana en él. Pero no hay tiempo. Las llamadas de mi entrenador se convierten en un comando que no puedo ignorar. Me vuelvo hacia la pista, con cada fibra de mi ser resistiéndose.
Me esfuerzo por recomponerme mientras me acerco al bloque de partida. Intento llenar el vacío de Alana con las palabras de Chloe, repito en mi cabeza: “Corre por ella, como si ella estuviera mirando”. Pero es una estrella en el crepúsculo, apenas un destello cuando lo que necesito es el sol.
Las palabras del entrenador se filtran a través del caos de mis pensamientos.
──¡Maddox, vamos! Eres tú quien comienza esto.
Los demás corredores ya están en sus marcas, y yo estoy apresurándome para unirme a ellos. Miro hacia las tribunas una vez más, un impulso irracional, esperando por un milagro. Nada cambia. Respiro hondo, dejo que la disciplina reemplace el miedo y la confusión. No sé dónde está Alana, pero sé dónde debo estar yo ahora.
Me coloco en mi bloque. Coloco mis pies, mi cuerpo, mi corazón, todo orientado hacia la meta invisible al final de la pista. Cierro los ojos por una fracción de segundo y me imagino su rostro, alentándome desde las tribunas. La pistola suena en el infinito silencio de mi enfoque, y exploto hacia adelante.
La carrera ha comenzado.
El aire se siente más fresco en mis pulmones, y un ritmo ancestral empieza a latir en mis sienes.

El disparo está cerca. Puedo sentirlo. Me inclino hacia adelante, en posición de ataque, de espera, de anhelo. En la periferia de mi visión, Alana se ha convertido en mi amuleto de la suerte, la promesa de un final que anhelo alcanzar. Cuando suene el disparo, cuando mis pies se deslicen sobre la pista y busquen desesperadamente la velocidad de la victoria, ella estará en mi horizonte. Y cuando cruce esa línea de meta, sea cual sea el resultado, sé que ha valido la pena.
El mundo se reduce a un fino hilo de concentración. El árbitro levanta la pistola.
Y entonces, todo comienza.
El rugido de la multitud me envuelve mientras mis pies tocan la línea de meta. El tiempo se detiene una milésima de segundo, los números parpadean y sé que he roto mi récord. No puedo oír nada más allá del bombardeo de felicitaciones, del clamor de mis compañeros de equipo que me levantan en hombros. Pero en medio de la celebración, hay un silencio ensordecedor. Alana no está aquí para verlo. No está aquí para compartirlo. Y su ausencia llena el espacio como un grito mudo.
Me suelto de los abrazos y las palmadas en la espalda y escaneo las tribunas. Mi entrenador me hace señas con un tipo al lado, alto, con el logo de UCLA bordado con orgullo en su polo pero no puedo concentrarme. Solo importa una cosa: encontrar a Chloe, obtener respuestas, y hacerlo ahora.
──Chloe! ──La llamo con urgencia, desesperado por saber. ──. ¡Chloe, dónde está Alana?
La multitud parece dividirse para dejarme paso. Chloe me mira con ojos que pesan más que todos los trofeos del mundo. Sus labios están apretados en una línea que presagia noticias que no deseo escuchar.
──Maddox. ──ella comienza, con esa duda que promete romperme, ──. Alana… está en la clínica. Tiene… ella está recibiendo una transfusión de sangre. Me hizo prometer que no te lo diría, no quería que te preocuparas o que… que te distrajeras.
Mi corazón se detiene, y sin embargo, nunca se ha sentido más apremiante.
──Pero ganaste, Maddox. Ella se sentirá tan… tan feliz. Tienes que hablar con el caza talentos, tus padres y el entrenador. ──Señala hacia ellos.
──¡Maddox! ──Me llama mi entrenador, su voz rebota en mi sien con una promesa de futuro, de posibilidades, de sueños que siempre he tenido. Pero en este momento, hay una sola realidad que supera todo eso.
Entiendo lo que significa esa llamada, se siente como la encrucijada de mi vida, el aquí y el ahora que definirá todo. Pero lo veo claro como el día. Hay una sola dirección en la que necesito correr.
──Lo siento, coach. Lo siento, papá, mamá. ──susurro, aunque ellos no pueden oírme.

Me doy la vuelta y empiezo a correr. No es la explosión controlada del atleta en la pista; es la carrera desbocada de un corazón que solo puede existir en plenitud cuando todas sus piezas están en su lugar. Dejo atrás las ofertas, los trofeos, la gloria. Dejo atrás a un Maddox que, sin Alana, no reconoce su reflejo.
Gente me grita, brazos intentan detenerme, pero rehúso ser contenido. Las puertas del estadio se abren ante mí, y en pocos segundos estoy en el estacionamiento, buscando desesperadamente mi coche entre filas de vehículos indistinguibles.
Atravieso la ciudad, los semáforos y las luces se mezclan en una estela borrosa. Solo hay un destino, un sitio donde mi corazón me impulsa a estar. El hospital emerge en la distancia, una fortaleza blanca y gris bajo el cielo implacable, corro a través de las puertas automáticas. No me importan las miradas curiosas de las enfermeras y visitantes, no me importa el sonido de mis zapatos deportivos chirriando en el suelo pulido del hospital. Solo Alana.
La encuentro ahí, pálida como el papel, pero tan hermosa como la mañana que prometió estar en mi carrera. Su sonrisa es débil, pero me alcanza.
──Maddox. ── ella susurra, su voz un hilo.
No hay ídolos ni altercados, no hay bebidas energizantes ni tiempos que batir. Solo nosotros.
──Corrí por ti. ──digo, sosteniendo su mano, sintiendo lo correcto en ello. ──. Ahora estoy aquí, para ti.












Todos los besos que me imaginé Donde viven las historias. Descúbrelo ahora