Capítulo Quinto: La sombra alada

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- ¿Dragones y magos?, ¿os habéis vuelto locos? —dijo Cedrick mientras ponía tres jarras de hidromiel sobre la mesa.

La casa de Cedrick estaba situada fuera de las murallas de la ciudad. Toda ella era de madera, menos la chimenea, todo lo había construido él mismo utilizando los árboles del bosque cercano. Anexo a la casa había un pequeño establo donde los tres compañeros tenían sus caballos, junto a unas viñas y campos de cereal.

- Eso mismo pensaba yo —le respondió Aldair. Tomó una de las jarras y le dio un largo trago— pero el relato del hombre parecía muy real, y todo parece concordar

- Desde luego que nadie ha visto Dragones desde hace casi tres centurias, pero ¿por qué no?, Y un mago podría haber pasado la frontera por algún punto y nadie lo sabría —intervino Eoghan, que estaba sentado junto a Aldair— seríamos muy ilusos si pensamos que un mago no es capaz de entrar en el reino.

- ¡Por todos los dioses! ambos habéis perdido el juicio —exclamó Cedrick mientras ocupaba su lugar en la mesa— de todos modos, ¿qué clase de trabajo es ese para un grupo de mercenarios? ¡Ahora resulta que somos investigadores!

- Se nos exige que encontremos a la criatura, humana o no, que esté provocando estos acontecimientos y le demos caza —apuntó Aldair— Pero bueno, cierto es que todo esto es una locura, ¿Qué podríamos conseguir? Lo mejor sería que nos alejásemos de aquí durante un tiempo y cuando volvamos comunicar que no hemos podido encontrar al "pirómano" —rió alegremente— de todos modos ya hemos cobrado cincuenta monedas de oro —puso el saquito de monedas sobre la mesa y dio otro trago de hidromiel.

- Eso solo nos traerá problemas, el emperador no es tonto. Pero si es lo que tienes decidido... —dijo Eoghan con la voz apagada.

Largo rato siguieron conversando y bebiendo. Cuando Aldair volvió a la ciudad la luna vigilaba ya desde lo más alto del cielo. Esa noche volvió a tener la misma pesadilla, desde hacía varios días se le repetía constantemente. Por la mañana se despertó una vez más con dolor de cabeza y culpó de nuevo a la bebida de ello. El día se levantó frio, los inviernos en Epyria eran realmente crudos.

Un cuerno de guerra resonó llenando toda ciudad con su potente sonido, convocaba a la población para despedir al ejército, el cual desfilaría por la vía Este hacia la salida de la ciudad. Aldair se vistió todo lo rápido que pudo y fue a reunirse con sus compañeros en la muralla, sobre la puerta de la gloria, la situada en la vía Este.

Toda la avenida, a ambos lado de la calzada, se encontraba repleta de gente que despedía animadamente a los valientes que marchaban a la guerra. Drystan, el hijo del emperador y comandante supremo del ejército, iba el primero, en solitario. Bien erguido, imponente y apuesto sobre su majestuosa cabalgadura, un caballo blanco de pura raza. La dorada cabellera bailaba al son del viento. Vestía una brillante armadura dorada, debajo del brazo sujetaba un casco también dorado casi cerrado, decorado con una cimera longitudinal de color negro. 

Detrás de él cabalgaban en filas de dos. Los dos primeros llevaban los estandartes de Epyria, la torre franqueada por dos dragones sobre un fondo verde. Detrás de ellos iban unas treinta filas de caballeros. El resto de jinetes, los de más bajo rango, esperaban fuera de la ciudad para recibirlos.

- ¿Eres tú al que llaman Aldair Wysman? —preguntó una voz cavernosa. Era un hombre encapuchado, vistiendo ropas grises. Ninguno de ellos se había percatado de su presencia hasta que les había hablado.

- Tal vez —respondió Aldair, mirando curioso al misterioso hombre, ya que además de que no lo habían oído llegar, solo los soldados tenían permitido subir a las murallas, y nuestros mercenarios, que tenían buenos contactos— creo que los modales requieren presentarse antes de asaltar a alguien de ese modo.

El libro del NigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora