Capítulo vigésimo: Donde todo acaba.

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Admiración y temor; eso era lo que te infundía observar aquellas criaturas, si es que eras capaz de posar tu mirada en ellas. Hermosas y aterradoras; era imposible calmar tu corazón si te encontrabas ante su presencia, el cual palpitaba dolorosamente; un nerviosismo te invadía por dentro mientras tu sangre se helaba y ardía al mismo tiempo, porque si había una cosa en claro en ese momento es que jamás podrías salir con vida si aquellos brillantes ojos posaban sobre ti su luz con intenciones maliciosas.

Pero creedme, la visión de aquellos dos majestuosos animales no tenían parangón con ninguna otra cosa que halláis podido ver a lo largo de vuestra vida; según los viejos textos, eran tan altas como las torres de un castillo, con alas que harían ensombrecer a toda una ciudad si pasasen volando sobre ella, con manos tan grandes como carromatos y con una cola tan larga y puntiaguda que de seguro podría derribar incluso casas construidas con las mejores rocas.

Y cierto es que dos de esas bestias divinas se reunieron allí ese día; las dos criaturas mas majestuosas y poderosas de todos, el rey y la reina de los cielos, hijos de los mismos dioses, nacidos con el único objetivo de regir la tierra en ausencia de las divinidades superiores.

Aldair recuperó la respiración tras unos segundos, miró a su alrededor y observó a sus compañeros y a la joven maga, todos ellos inmóviles, sin atreverse a mover ni un solo músculo; cerró los ojos, tratando de calmarse y asumir que el viejo mago no era un mago, sino un viejo dragón, pero entonces, ¿Por qué no les había contado nunca la verdad? Era muy probable que no lo hubieran creído, y por consiguiente, no le habrían permitido unirse a ellos en aquella aventura; pero habían vivido mucho juntos a lo largo de toda la misión, compartieron historias, sentimientos, confiaban ciegamente en él, aquel entrañable anciano había llegado a conocerlos muy bien; pero ¿y él? ¿Había contado alguna verdad? Sí, lo hizo; aquella vez, cuando sentado junto al cálido abrazo del hogar, les contó aquella melancólica historia del nacimiento de los magos y el ocaso de los dragones.

«¡No, no no!» la voz de Kesa retumbó a gritos dentro de la cabeza de ambos «Aldair no puede hacer eso. Vi como moría presa de una gran bestia blanca, no va a funcionar, él no tiene magia, no es un mago, no puede realizar el ritual»

«Si funcionará» dijo la autoritaria voz de Drachenblaunt en sus cabezas «posee una pequeña cantidad de magia dentro de él, muy posiblemente, legado de antiquísimos antepasados; despertaré esa magia y la potenciaré con la mía»

«Si haces eso, lo matarás» su temblorosa voz parecía a punto romper en llantos de impotencia «¡se lo prometí a Eileene, me lo prometí a mí misma; no voy a dejar que Aldair muera. Yo lo haré, yo haré el ritual!»

«Sabes que el ritual te matará de todos modos, ¿verdad?» le advirtió el viejo dragón oscuro.

«Kesa, estoy preparado para esto; tú debes seguir adelante con tu vida, si todo esto sale bien, es muy probable que tú seas una de los últimos dragones existentes, no estaría bien que tan noble legado muriese hoy aquí, yo sin embargo, no dejaré nada importante atrás»

— ¡Cedrick! —gritó Aldair, a pleno pulmón, rompiendo el tenso silencio y sin dejar que Kesa reprochase nada— escucha atentamente, porque esta será mi última orden como líder de la compañía de los hermanos libres —su voz comenzó a tambalearse, por lo que se tomó unos breves segundos para recobrarse— El asalto a la ciudad comenzará dentro de poco, prometí que acudiríamos a ayudarles en la defensa cuando todo empezase; no hagáis que falte a mi promesa. Coge a Eoghan y Kesa, y marchaos de aquí, entrad en la ciudad.

— No digas tonterías —saltó al instante Eoghan— no nos vamos a ir ahora, no te abandonaremos...

Paró de hablar cuando sintió un fuerte apretón en el hombro, y su cara se descompuso cuando contempló el desolado rostro del grandullón, y sus ojos bañados en lágrimas.

El libro del NigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora