Epílogo

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Una joven, cubierta por los hombros con una capa de color escarlata, andaba a grandes zancadas por un viejo bosque. Hacía al menos diez años que no había tenido la posibilidad de adentrarse en aquella espesura. Por todo su alrededor, junto a cada tronco de un árbol se levantaba una lápida de piedra perfectamente pulida; algunas de ellas habían estado allí durante siglos, la de los personajes más importantes, la de las personas más humildes aguantaban hasta que sus familiares dejaban de cuidarlas.

Era costumbre en Epyrya enterrar a los difuntos en el "bosque de los caídos" una extensa arboleda a varias leguas de los muros de la ciudad. Se dice que este bosque lleva allí desde el principio de los tiempos, que fue con la muerte del primer rey de la ciudad cuando se plantó el primer árbol, y que desde entonces, con cada nuevo muerto, se plantaba uno nuevo. Si es cierto o no, lo desconocemos, pues no hay persona viva que haya visto dicha primera tumba.

Llegó caminando hasta una tumba, un poco más grande que las demás, y con una estatua a tamaño real de la persona que allí yacía, y se sentó sobre su losa.

— Disculpa que no haya venido a visitarte durante tanto tiempo, las cosas se han puesto un poco difícil para mí desde que Eoghan y Cedrick —hizo un ademán de mirar a la tumba de al lado cuando pronunció este último nombre, pero rápidamente volvió a perder la mirada en la espesura— le entregaron el libro negro al primer senador. Me vi en la necesidad de dejar la ciudad, y desde entonces he andado de aquí para allá, pero bueno, no quiero molestarte con nimiedades.

Se giró, y con delicadeza limpió el polvo de una lápida que llevaba años sin cuidado.

— Pero aquí estoy nuevamente, en esta odiosa ciudad. Si es cierto que una vez me gustó, pero ahora todo ha ido a peor. Antes la sociedad estaba separada por clases. Ahora está separada por la riqueza, así que cualquier persona puede llegar a lo más alto; esto está muy bien, pero en realidad es la misma historia, ya que quien posee el dinero es la antigua clase patricia, que ahora abusan sobre los más humildes, y estos se meten en turbios negocios para conseguir algunas monedas, que diciendo la verdad, no lo llevaran a ninguna parte; la ciudad ahora es peligrosa... lo siento, me vuelvo a ir por las ramas. En definidas cuentas, una vez hice una promesa, y alguien necesita mi ayuda.

Leyó la inscripción de la losa que acababa de limpiar. Ni rastro de nombre de una familia importante, ni el de ningún cargo político o militar desempeñado, ni nombre de hijos o familiar; tan solo un nombre y un título «Aldair Wysman, el cazador de dragones », entonces desvió la mirada hacia la estatua y la contempló en silencio durante unos minutos.

«No te hace justicia; no puedo reconocerte en esta estatua, te han retratado con la espesa barba después de todo aquel viaje, tal y como fuiste llevado a la ciudad en brazos por Cedrick; que lástima, tu rostro era muy hermoso».

Se levantó, giró sobre sí misma para orientarse, y entonces se encaminó hacia las murallas de la ciudad, cubriendo bien su rostro con la capucha de la capa.

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La puerta de la celda se abrió con un tenue chirrido. Una persona entro en la mazmorra, con una linterna de aceite en una mano y un bol de gachas en la otra. Se sentó enfrente a ella y extendió el brazo para darle el cuenco.

— Eileene, por favor, colabora. No me gusta verte en esta situación, te prometo que si nos dices lo que el cónsul quiere, saldrás de aquí mañana mismo, yo me encargaré de que no te falte de nada.

Ella miró el cuenco con desdén, y lo tiró al suelo de un manotazo.

— Si no te gusta verme así, ¿por qué estás aquí?, ¿Por qué sigo yo aquí?

Detrás de la luz de la lámpara se encontraba el rostro de Eoghan, muy envejecido, por el paso del tiempo, pero sobre todo por el peso de las preocupaciones y las responsabilidades.

— Sabes que no puedo sacarte de aquí así como así. Sólo cumplo órdenes, ésta es mi responsabilidad, si no hacemos lo que quieren, tendremos que huir de la ciudad en la que siempre hemos vivido, de la que siempre hemos luchado por proteger, la ciudad por la que Aldair dio la vida; porque nos matarán si nos encuentran, y lo sabes.

Eileene lo miró con desprecio de arriba abajo.Vestía la indumentaria reglamentaria del ejercito epyryano, y la capa dorada característica de los oficiales de alto rango; en el cinto llevaba dos espadas, la antigua espada de Aldair, y una de acero normal.

— ¿Cómo puedes mencionar a Aldair tan a la ligera? Mira lo que llevas ahí en el cinto, no tienes vergüenza

— ¡Aldair era como un hijo para mí! —se levantó vociferando— siempre lo cuidé y le di lo mejor de mí, igual que a ti. Sólo intento mantenerte a salvo ¿por qué no lo comprendes? Dinos dónde está...

Una potente luz iluminó todo el corredor y después se oyeron los gritos de agonía de varios hombres; inmediatamente después volvió el silencio y la oscuridad. Unas pisadas ágiles se acercaban a gran velocidad; Eoghan se giró y cerró la puerta de la celda desde dentro con la llave.

Al otro lado de los barrotes apareció una figura delgada; Eoghan levantó la lámpara, y la rojiza capa brilló con al son de las llamas. Era una chica joven, de unos veinte años, de ojos grises, de cabello tan negro como el carbón, y una piel tan pálida que parecía enfermiza, debido a años de ocultación.

— ¡Oh! Eoghan, que oportuno, tengo entendido que me estáis buscando —dijo ella con un retintín mezclado con amargura.

— Si, ya lo sabes muy bien —Eoghan miró de reojo a Eileene antes de volver a centrar su vista en la joven— el Imperio necesita tu poder, serías una gran baza, acabaríamos con todos los problemas. Por favor Kesa, no vuelvas a huir, nada irá mal si tú estás aquí; no se te penalizará por tu deserción, te lo aseguro.

Kesa rompió a reír.

— Y si no colaboro, me ajusticiarán por ser una desertora. Y bien, ya sabes que no voy a colaborar, ¿a qué esperas para atraparme?, ¿por qué cierras la puerta? Ven a enfrentarte a mí.

Eoghan dio un paso atrás e instintivamente tocó el mango de la espada con la yema de los dedos.

— Yo no podría contigo, necesitaríamos un gran destacamento de hombres, o algún que otro mago —la preocupación en su voz era notable.

Kesa agarró uno de los barrotes de la prisión e intentó zarandearlo, sin ningún resultado.

— ¿y crees que unos barrotes de hierro me detendrán?

Tras sus palabras, sus ojos se iluminaron en rojo, y todo su cuerpo empezó a arder; dio un paso hacia delante, atravesando los barrotes. Al extinguirse, su ropa se había consumido, pero la piel de su cuerpo se mantenía intacta.

— Eileene, nos vamos —dijo extendiendo su mano para que la tomara.

— ¡No lo permitiré! —gritó Eoghan, desenfundó la espada y se la clavó a la joven en el vientre.

Entorno a donde debía estar la herida, había unas pequeñas llamas. Kesa posó la mano sobre la hoja, y la fundió, dio un paso hacia delante, y Eoghan quedó con la mitad de la espada en la mano; quien retrocedió cerrando los ojos, esperando la respuesta de la joven dragona.

— No seas estúpido, sabías que no me podrías haber matado con acero normal; y aún así no has utilizado la espada de sangre de dragón que tienes en tu cinto —agarró de la mano a Eileene, y extendió la otra a Eoghan— ven con nosotros, yo no te prometo que todo irá bien, pero si te prometo que vivirás según tus convicciones, no hagas que Aldair que retuerza en su tumba, que bastante enfadado contigo tiene que estar ya.

Eoghan extendió la mano, dudando; ya no tenía nada que lo retuviera en la ciudad. Toda su familia estaba muerta al igual que Aldair; y su único amigo, Cedrick, había muerto en la guerra cinco años atrás.

Temblando como un niño pequeño, agarró con fuerza la mano de Kesa; acto seguido, los tres se envolvieron en llamas; cuando el fuego desapareció, ya no había nadie dentro de la celda.

El libro del NigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora