REDENCIÓN

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Los sonidos de la naturaleza siempre me traen el recuerdo de mi infancia en Argentina, cuando mamá todavía no se avergonzaba de mi figura y la imagen de mi padre extranjero era difusa, hasta desconocida.

Aquel jardín sumido en sombras tenía sus propias melodías. El cesped recién creciendo destilaba un aroma a pesado rocío. El viento estival lentamente se retiraba dando lugar a una brisa que auguraba los primeros pasos del otoño.

Siempre fue mi estación favorita: bruñidas gamas de carmín posadas en los follajes, que luego se perdían entre el amarillo añoranza y el marrón seco del final de lo existente. El aire apenas entre tibio y fresco, invitando a caminar en aquellas primeras hojas que, inevitablemente, morían a los pies de quien las pisaba.

Este sería mi primer otoño fuera de la casa de mi padre. Pensaba que sería distinto, que lo vivenciaría acompañada, como lo había soñado tantas veces desde pequeña. Sin embargo, fue totalmente igual que en la villa de Ilsandong-gu: en plena soledad.

Una risa salió vacía de mi boca, para luego resonar y perderse en la gran noche. Siempre que me sentía sola y perdida, era como si un hueco se instalara en mi pecho y borrase también mi estómago. Por eso la risa sonaba tosca y sin eco; no repicaban los cascabeles en mi corazón y en estos precisos momentos todo dentro de mí era un gran agujero negro.

Continué mi recorrido alrededor de la casa. Eso comenzó a ser una pequeña rutina que me ayudaba a pensar demasiado para terminar con la mente en blanco y el cansancio justo para desplomarme en la cama. En la tercera vuelta, justo antes de llegar a la puerta de entrada, divisé una silueta esbelta sentada en los escalones que conducían hacia el hall.

Continué con mi paso cadencioso. Aquella fisonomía ya se me había vuelto familiar en el último tiempo. Necesitaba ocultar muy bien mi ansiedad por correr y abalanzarme a sus brazos. Lo cierto es que la fisura en mi costilla me devolvía la poca lógica que me quedaba cada vez que él se aparecía.

Tomé esa demora para observarlo un poco mejor. Estaba desabrigado; sus manos manipulaban torpemente un gijarro de la grava del camino principal y luego lo lanzaba al aire para después atraparlo. En toda aquella inmensa humanidad se escondía un tenue chiquillo que yo había comenzado también a amar.

Llegué hasta donde estaba él. Me quedé parada mirándolo fijamente. Él solo seguía aventando la piedrecilla hasta que quiso dar cuenta de que yo estaba allí.

—¿Necesita algo, señor Kim?—mi angustia me llevaba a ser osadamente mordaz—¿O viene a seguir con su batería de insultos?

El silencio se apoderó de ambos, así que decidí entrar a la casa para ir a descansar. El sueño hacía mella en mi cuerpo y mi mal genio se estaba triplicando, por lo que prefería no azuzarlo más y desaparecer.

Al pasar por su lado, agarró mi brazo de una manera suave pero firme. Toda mi piel se estremeció ante su toque. Toda mi fe tambaleó por aquel ínfimo contacto. Me detuve sin mirarlo; no quería demostrarle mi flaqueza.

—¿Cómo estás de la fisura? ¿Aún duele demasiado?

Quería mirarlo y gritarle que me dejara en paz, que dejara de jugar con mi mente y mi corazón y me permitiese marcharme de allí y de su lado, pero me contuve por el solo hecho de que sus preguntas, esta vez, no estaban cargadas de ironía ni frustración.

No contesté nada, pero me permití agarrar su mano para entrelazarla con la mia.

—Ven, entremos. La noche se ha tornado fresca de pronto. Aún es verano pero esto ya anuncia la llegada de los primeros fríos y tú estás desabrigado. Permíteme invitarte un café—mi pecho se cerraba con cada palabra que le decía—y, si quieres, hablamos de "bueyes perdidos".

EL GRAN PREMIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora