DÍA N (segunda parte)

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El universo había conspirado a favor nuestro. En realidad, me permití darle el beneficio de la duda y llenar de fe mis expectativas hacia ella. Abrí mi alma y mi corazón para escuchar las razones de por qué era como era y había actuado así hasta entonces. Luego de eso, no necesité de más palabras terminando sus fundamentos con el punto final de uno beso de mi boca.

Aquella noche fue verdaderamente mágica. Ver su cuerpo desnudo era la obra de arte más exquisita que mis ojos habían apreciado. En ninguna galería ni museo había disfrutado de semejante maravilla: muslos firmes, caderas anchas pero delicadas, con una curvatura irresistible de delinear; senos redondos que cabían perfectos en cada una de mis palmas y ese triángulo púbico al cual había estado deseando ingresar hace mucho.

Acariciar su piel llenó de calor y candor mi interior, y desató lo salvaje y primitivo en mí. Y ella no se quedó atrás: emergió como la mujer que había conocido en las subastas; esa, a la que había deseado y odiado a la vez. Aún así, mirar dentro de sus pupilas era descubrir cómo la muchacha tímida y tierna perdida tras los papeles de la copiadora de la empresa se ahogaba en la negrura de su sensualidad. Alma se volvía varias mujeres en una sola, y eso era condenadamente fascinante.

Estar dentro de su boca se sentía tan bien... y no me refiero a mi lengua explorándola.

Necesitaba irrefrenablemente empujar su cabeza para ir más adentro, pero me contuve.  Y como si leyese mi mente, tragó aún más de lo que había introducido ¡Maldición! Era la gloria, era el cielo. Jamás me habían practicado una felación así. Su lengua se enroscaba a mi falo como una serpiente en su presa y yo sentía cómo eso me estaba desarmando por completo.

Mi propia cabeza no podía hilar los pensamientos y se echaba hacia atrás, solo respondiendo a mi deseo. Las palabras inconexas que salían de mis labios parecían conjuros de hechicería; y es que, honestamente, me estaba embrujando.

En algunos momentos, cuando mis ojos apenas se abrían, encontraba la imagen más candente y deliciosa que hubiese imaginado alguna vez: arrodillada y entre mis piernas, entrando y saliendo; su mirada que fogueaba desde mi falo hasta mis ojos y su cabellera ensortijada cubriéndo su descaro como un velo de miel.

Mis manos mecían desesperadamente y de vez en cuando su melena y a ella parecía gustarle aquel juego perverso.

Un rato después, despegó su boca de mi hombría, dándole trabajo a sus finos dedos que se ocupaban de masajearla tortuosamente. Subían y bajan, en intervalos lentos y rápidos, tensándose mi cuerpo al punto de creer que bailaba en una cuerda floja que pendía en un abismo que, sabía bien, no tendría retorno.

Era tanta mi urgencia por penetrarla que la levanté de donde estaba y la subí encima mío. La dureza de mi pene recibió, con gusto, la envoltura de sus labios vaginales, que ya se mecían hacia adelante y hacia atrás lubricándolo.

Mi respiración se hizo más profunda ante la impaciencia de la acción: quería estar dentro de ella; quería amarla y que me corrompa como lo había hecho con su propia personalidad.

No sé en qué fracción de segundos  sus caderas se levantaron, invitándome a adentrarme en aquella caverna que amenazaba con derretirme desde la base hasta más allá de mi existencia.

Y ese vaivén similar a la de la cabalgata de un caballo indomable fue mi triunfo ante mi orgullo y mis fantasmas.

Cada gemido rezaba una letanía anunciando mi nombre sobre mis labios, que atraparon los suyos, ocasionando la segunda penetración, pero esta vez, la de mi lengua para acallar sus ruegos letárgicos y poder dominar a la suya, que se debatía entre quedar presa o reinar libre.

Mis sonidos eran el agudo de sus caricias y besos; mientras que el sudor nos bendecía como lluvia resbaladiza para nuestra sagrada fusión.

Coronamos ambos, casi al mismo tiempo, un orgasmo que selló a hierro y fuego nuestro incipiente amor maltratado. Y el cierre final a todo fue mi simiente cálida derramada dentro de su cúpula de femineidad.

Caímos abrazados en la cama, riéndo como si millares de ruiseñores volaran en estampida. Mi corazón lloraba de alegría, sabiendo que el suyo se ahogaba en el mismo llanto de satisfacción.

No se hizo esperar tanto el sueño, que nos pescó arrebujados, casi, por el amanecer. Mi propio ser no cabía en su dicha, tanto así, que dejó escapar en la cornisa de su oreja, un liviano "te amo", que Alma recibió con una genuina sonrisa y una respuesta más que espereda: "yo también a tí".

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