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Después de la final y ese empate 1-1 en el Volcán (estadio universitario), todos regresaron a sus vestidores. Diego, hecho mierda por el cansancio, se sentía agotado emocionalmente por todo lo que conllevaba el partido. Se duchó y arregló, salió, y ahí estaba su papá esperando en el auto. Se sentó en el copiloto y ni siquiera lo saludó. No entendía por qué cada vez que estaba solo con su papá le daban unas ganas inmensas de llorar. Además del estrés por el partido y la final, tenía que lidiar con los malditos comentarios de su papá.

— ¿Cómo te fue, Diego? —su papá preguntó, sin mirarlo.

— Bien, ya sabes. Empatamos. —Diego respondió con una frialdad evidente.

El silencio se instaló en el auto, y Diego miraba fijamente por la ventana, tratando de evitar cualquier contacto visual con su papá. No entendía por qué siempre se sentía así en su presencia. Era como si cada palabra fuera un peso adicional a la carga emocional que ya llevaba.

— Tienes que esforzarte más, Diego. No puedes conformarte con empates. —su papá soltó una crítica, como siempre.

Diego apretó los dientes, sintiendo el nudo en su garganta.

— Sí, papá, lo sé. —respondió con resignación.

La tensión en el auto era palpable, y Diego, mientras observaba la ciudad pasar por la ventanilla, se preguntaba cuándo sería el día en que podría salirse de la sombra de las expectativas de su padre y vivir su propia vida.

Desde los 5 años, Diego había amado el fútbol. Su relación con su papá era increíble durante esos primeros años, pero todo se fue a la mierda cuando su padre decidió meterlo a las fuerzas básicas del América. A Diego le emocionaba la idea, ya que ser jugador profesional era su sueño de toda la vida. Sin embargo, su papá se cegó por el dinero y la posibilidad de una vida mejor, a pesar de que ya vivían cómodamente en Tabasco, con un rancho y caballos que competían en hipódromos. La vida en Monterrey también era increíble, pero la presión de las expectativas de su padre había transformado la relación que antes era cercana y llena de apoyo.

Mientras el paisaje pasaba por la ventana del auto, Diego reflexionaba sobre cómo la pasión que compartía con su papá por el fútbol se había convertido en un punto de conflicto. Aquella conexión que los unía en la emoción de cada partido ahora estaba empañada por las expectativas y las críticas constantes.

— ¿Por qué no puedes ser como los demás chicos y simplemente disfrutar del juego? —le preguntaba su papá en repetidas ocasiones.

Para Diego, el fútbol siempre fue más que un juego; era su pasión, su escape. Pero la presión de ser el mejor, de cumplir las expectativas de su padre, había convertido ese amor en una carga pesada.

— Papá, yo amo el fútbol, pero necesito sentirlo mío, no solo tuyo —pensaba Diego mientras observaba el paisaje que se extendía ante él.

Sacó su celular como si una fuerza divina le hubiera recordado que tenía una cita con Kevin después del partido. Maldijo para sí internamente porque nunca habían acordado la hora. Rápidamente buscó el Instagram de Kevin y le mandó un mensaje, esperando que contestara. Mientras tanto, su papá seguía hablando de quién sabe qué tantas cosas.

— Ay vale madres, ¿cuándo se callará? —pensaba Diego mientras intentaba concentrarse en el mensaje que le enviaba a Kevin.

La conversación con su padre, que solía ser una distracción agradable, ahora era simplemente irritante. Diego no podía dejar de mirar su teléfono, esperando la respuesta de Kevin como si dependiera de ello el equilibrio del universo.

— No mames, Kevin, contéstame. —murmuraba Diego impaciente mientras su papá seguía con su monólogo.

Finalmente, el teléfono vibró, y Diego se apresuró a revisar el mensaje.

𝐌𝐀𝐒𝐓𝐄𝐑𝐌𝐈𝐍𝐃 - ᴅɪᴇᴠɪɴDonde viven las historias. Descúbrelo ahora