🧙Lady Sophie y su prima Jane pertenecen al clan de brujos Grey, que cuenta con poderosas influencias en la corte. Juntas, recorren media Inglaterra para participar en el aquelarre que se celebra en el embrujado castillo de Chillingham. Se trata de...
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Fines de mayo y principios de junio de 1520. Guînes, Calais.
«Si estuviésemos desharrapados pareceríamos peregrinos hacia Jerusalén», pensó Sophie, divertida, mientras observaba desde lo alto la larga columna de viajeros que se prolongaba hasta el horizonte. A la cabeza iba el monarca con su brillante bragueta dorada, tan cómodo sobre el potro como si descansase en un mullido sillón.
Tanto ella como su prima Jane, Guy, Bastian y el resto de los cortesanos se movilizaban en miles de caballos y con cientos de carretas y de carruajes hasta el valle de Oro de Guînes, a menudo obligados a zigzaguear entre caminos intransitables. Y, lo que era peor, los ejes de los vehículos soportaban el equipaje personal y el peso de los muebles y de las vajillas de oro y de plata. Porque, aunque se hallaban incómodos, no renunciaban a los lujos ni al acomodarse a la sombra de un arce blanco. Ni cuando se sentaban sobre la hierba y los rodeaban las hormigas.
La chica nunca imaginó que en el interminable recorrido arrastraran en masa a personas de profesiones tan diversas. A los sacerdotes para que les recordasen que Dios siempre los amparaba y a los herradores con la finalidad de que mantuviesen en condiciones los cascos de los equinos. A los médicos, que atendían las infecciones causadas por las picaduras de las abejas, de las avispas y de otros insectos, los pequeños cortes provocados por la maleza y dolencias más serias. A los cocineros, que se las ingeniaban para preparar manjares en tiendas improvisadas, de las que emanaban aromas de distintos tipos de carnes mezclados con especias exóticas como nuez moscada, pimienta o jengibre. A los funcionarios de la corona, cuyos dedos iban más manchados de tinta de lo habitual al no limpiarse con agua tan a menudo. A los embajadores, que se dedicaban a escuchar las conversaciones y luego las repetían por escrito en los reportes que les enviaban a los soberanos extranjeros a los que servían.
También los acompañaban los perros, los sirvientes, los arqueros y los cazadores que los proveían de protección y de comida. Y los artistas y los bardos, quienes amenizaban las horas de descanso con sus rimas. No faltaban ni las prostitutas —iban montadas a lomos de mulas o a pie—, que entonaban canciones soeces para atraer a los clientes.
El sitio al que arribaron —sede de las distintas celebraciones— se hallaba en pleno territorio inglés, a unos veinte kilómetros al sur de Calais. Se suponía que el encuentro tenía como objetivo que los monarcas se conociesen en persona y que se entrelazaran las encomiendas y las ramas de la caballería, aunque la joven suponía que entre bambalinas se dedicarían innumerables horas a acordar diversas cuestiones diplomáticas y a aclarar los malentendidos.
Sophie bajó del carruaje. Le apretó la mano a Guy para compartir su fascinación ante tanto esplendor porque no conseguía articular la más mínima palabra.
—¿Os gusta, ma princesse? —le preguntó su esposo, solícito, mientras le daba un beso en la frente.
Por respuesta la chica movió de arriba abajo la cabeza.