26- LA IGLESIA.

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La Iglesia ejercía un control que pretendía ser absoluto sobre las intimidades de la vida doméstica, y, en general, entendían que la violación de la ley era una desobediencia a Dios

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La Iglesia ejercía un control que pretendía ser absoluto sobre las intimidades de la vida doméstica, y, en general, entendían que la violación de la ley era una desobediencia a Dios. Pero también había un tercer aspecto que afectaba el modo en el que los hombres consideraban la religión: la relación entre la Iglesia de un país en particular y el papado.

     De modo ideal, pero no realista, creían en la existencia de la «cristiandad». Y cuando el papa convocaba una cruzada los estados singulares tenían que realizar al menos un cierto esfuerzo de ingenuidad para explicar por qué no podían contribuir a ella. Porque se suponía que el Santo Padre era el supremo árbitro diplomático.

     Escribía Erasmo:

     «Es función propia del romano pontífice, de los cardenales, de los obispos y de los abades conciliar las querellas de los príncipes cristianos, ejercer su autoridad en este dominio y demostrar en qué medida prevalece el respeto por su oficio».

     Al igual que los gobernantes utilizaban o ignoraban al papado como árbitro universal según su propia conveniencia, de la misma forma trataban de crear enclaves dentro de la maquinaria internacional del gobierno eclesiástico a fin de contener la corriente de procesos, impuestos y derechos que afluían a Roma. Y de moderar la libertad con la que los papas proveían al personal de las iglesias nacionales con candidatos de su propia elección.

     Las relaciones entre Inglaterra y el papado continuaron siendo armoniosas y estaban regidas por los reglamentos del siglo XIV, que limitaban el alcance de los nombramientos papales y de las apelaciones a los tribunales eclesiásticos ingleses a Roma. Recién ante la negativa de Clemente VII a concederle la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena fue que Enrique VIII se separó del papado.

     La iglesia de Francia, en cambio, tenía una clara imagen de sí misma como heredera de derechos y de libertades —resumidas en la palabra galicanismo—, que le concedían una notable independencia de Roma, en tanto que asumía la correspondiente subordinación a la corona. Al monarca se le llamaba «Su Cristianísima Majestad».

     La sagrada ampoule  que contenía el carisma con el que se ungía al rey galo en su coronación le daba derecho a hacer milagros y a curar a los escrofulosos por contacto. A cambio los monarcas tenían que adular al clero y honrar la fórmula por la que la Iglesia francesa era «la hija mayor de la Iglesia», superior en edad y en devoción a las otras ramas nacionales del catolicismo. Carlos VIII y Luis XII invocaron esta tradición cuando buscaban ayuda financiera para sus guerras en Italia y lo mismo hizo Francisco I cuando se presentó como candidato al Imperio a la muerte del emperador Maximiliano.

     El compromiso por el que trataban de entenderse el rey francés, el papa y el clero se basaba en el concordato de 1472. Era este más favorable para el rey que para el clero, puesto que daba al monarca una gran libertad para nombrar sus propios candidatos a los obispados, mientras que dejaba desamparado al clero frente a los inflexibles impuestos papales. Este concordato agraviaba a los teólogos de la Sorbona, porque modificaba la Pragmática Sanción de Bourges anterior —de 1438— y al Parlamento, porque debilitaba la posición legal de este cuerpo como tribunal de apelación en asuntos eclesiásticos. También lo rechazaban un núcleo cerrado de ultramontanos porque no le concedía bastante poder al papado.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora