9. La otra inglesa.

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Primera quincena del mes de mayo de 1520

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Primera quincena del mes de mayo de 1520. Promontorio del río Loire. Château d'Amboise.

«Da la impresión de que una negra nube se ha instalado por encima de nuestras cabezas», pensó Sophie al apreciar que el rostro del monarca continuaba melancólico.

     El motivo de la tristeza de Francisco radicaba en que hacía unos días se había enterado de que el seis de abril había fallecido Raffaello Sanzio. Y, lo que era peor para el monarca como libertino confeso, el artista había muerto después de excederse al hacer el amor con su amante Margherita Luti. Por eso los chistes y las bromas reales habían cesado como por arte de magia... Y esta era la parte positiva de la situación para quienes —al igual que Jane y que su prima— no acostumbraban a vivir al borde de un precipicio.

     Contaban que el día del deceso del pintor se habían producido inusuales fenómenos. El sol se había esfumado, el suelo había temblado como si se acabase el mundo y una rajadura con forma de rayo había dividido en dos una pared del palacio Vaticano.

—¡Los grandes genios nos abandonan! ¿Cómo alguien de tan solo treinta y siete años puede desaparecer, sin más, después de una mágica experiencia sexual? —El rey acababa de descubrir que la muerte era un mal que les llegaba a todos con independencia de la posición social y que el amor carnal engendraba peligros en los que nunca había meditado—. El año pasado murió Leonardo[*] y todavía lo lloro. ¡No imagináis cuánto extraño cabalgar hasta Cloux y conversar con él! —Se notaba que era sincero porque las lágrimas de dolor se le deslizaban por las mejillas—. Solo falta que muera Michelangelo Buonarroti, que por su edad avanzada podría ocurrir en cualquier momento, para que perdamos a todos los genios de esta Nueva Era.

     Margarita de Valois y Luisa de Saboya revoloteaban alrededor del soberano como dos mamás gallinas, pues para ambas era el centro del universo. Y le manifestaban la misma idolatría que los antiguos a los dioses paganos. Lo malcriaban tanto que Sophie no podía dejar de compararlas con lo que le habían contado del envidioso padre de Enrique.

     El difunto rey lo había encerrado en unas habitaciones del húmedo y gris castillo de Richmond para que no le hiciera sombra. Y el único acceso era a través del aposento real. Además, le impedía hablar en público, relacionarse con mujeres de modo íntimo y solo podía contestar las preguntas directas de su progenitor. Ni siquiera se había molestado en enseñarle cómo gobernar por temor a que le organizara una guerra civil, ya que sus súbditos apenas lo toleraban. Y a la abuela paterna — Margarita Beaufort— solo la seducía el poder y su fanatismo religioso.

     «No es de extrañar que Enrique sea un monstruo si lo criaron dos monstruos desde que a los doce años murió su madre», pensaba al apreciar el enorme amor que se demostraba «La Trinidad». Con este nombre se referían a Francisco, a su hermana y a su madre porque siempre estaban juntos. Y para alegrar al monarca ambas mujeres organizaron una fiesta «como no habría otra igual», según sus palabras, y a las que asistirían todos los cortesanos enfundados en las mejores galas y «luciendo una sonrisa de oreja a oreja» con la finalidad de alejarle la tristeza.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora