La sexta esposa: salvada por los pelos.

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A estas alturas imagino que ya te has percatado de que Enrique VIII era un rey que había demostrado ser perverso desde el principio de su reinado y que los años solo consiguieron que la maldad fuese a más

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A estas alturas imagino que ya te has percatado de que Enrique VIII era un rey que había demostrado ser perverso desde el principio de su reinado y que los años solo consiguieron que la maldad fuese a más. Sin embargo, como después de ejecutar a su quinta esposa no podía contener el llanto y lucía viejo y vencido, hasta las personas que lo odiaban lo compadecieron. Pero el monarca lloraba por egoísmo. Porque no tenía un recambio para sustituirla y comprendía que el amor se había acabado para él. Era esta certeza la que lo asustaba.

     Los mismos súbditos que habían censurado su conducta con las anteriores esposas ahora se mostraban unánimes al aprobar la ejecución. Les daba más pena el monarca que la última soberana decapitada. Por las dudas se preparó una legislación contra futuras pretendientas. En ella se consideraba legal, y no una traición, revelar cualquier liviandad de la reina. Cada dama cortejada por Enrique debería declarar a tiempo toda falta en la que hubiera incurrido con anterioridad. Y si no lo hacía sería condenada a muerte.

     Establecía la norma:

«Toda mujer no casta que contrajere matrimonio con el rey se hará culpable de alta traición».

     Pero en la corte las costumbres eran relajadas. Y las jóvenes que revoloteaban alrededor de Enrique, al enterarse de los peligros a los que las exponían las nuevas leyes, dieron marcha atrás. Según lord Herbert «se retrajeron, temerosas de que el monarca, luego de recibirlas en la cama, dijese, por equivocación, que no eran doncellas». Resultaba comprensible si tenemos en cuenta el comportamiento del soberano con las cinco esposas anteriores. Ahora, encima, contaba con el respaldo de una legislación más misógina aún.

     El obispo Latimer decía desde el púlpito de Westminster que el mundo vivía rodeado de «adulterio, prostitución y libertinaje» y acusaba a las mujeres de casarse solo por satisfacer sus ansias «de placer y de voluptuosidad».

     Enrique pretendió demostrar que podía sobreponerse a la amargura, así que el domingo siguiente a la ejecución ofreció un banquete al consejo. El lunes comió con abogados, el martes recorrió el palacio de Hampton Court y eligió las cámaras de las damas. Por la noche rio y charló con ellas. Lo cierto era que la presencia de aquel hombre obeso, repleto de joyas y que intentaba mostrarse amable —cuya galantería no ocultaba su obsesión por la fuerza y por su posición— les producía escalofríos a las chicas.

     A esto se le sumaba el golpe que le había asestado a su confianza la traición de Catalina Howard. No se recuperaba del dolor y no le regresaba la alegría. Desde su forma de ver la historia él la había hecho reina, la había cubierto de joyas, la había acariciado y la había lucido por todas partes, pero no había conquistado su corazón. Tenía una opinión tan elevada de sí mismo que al principio no había querido creer que fuese posible, aunque la sinceridad de la muchacha luego se lo había dejado claro.

     Catalina Parr, en cambio, era una dama de la corte que destacaba por su bondad. Convertía a todo hombre que no fuera un monstruo en una mejor persona. Era de la edad de la fallecida Jane Seymour y procedía de una familia noble, aunque sin grandes riquezas. Muy joven la habían casado con lord Borough, del que quedó viuda a los 16 años. En segundas nupcias contrajo matrimonio con lord Latimer, quien cuando murió en 1535 le heredó una importante fortuna. Su hermano pertenecía al círculo íntimo de Enrique. La muchacha también estaba emparentada con la católica familia de los Throgmorton, aunque no profesaba dicha fe, sino el Nuevo Pensamiento.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora