14. La gran mecha del deseo.

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Promediando las nueve de la mañana, llegó Zee Pruk Panich. Aún no estaba preparado para recibirlo y parecía que esa sensación nunca desaparecería si se trataba de él. Corrí al recibidor, esperando olvidar esos pensamientos incómodos.

Me metí dentro del traje hermético sin cambiarme, aún vestido con mi pijama y salí hacia el jardín delantero, improvisando una calma sepulcral que no tenía.

El alfa vestía informalmente con unos pantalones ligeros y una playera blanca debajo de un saco tejido que dejaban apreciar muy sutilmente, el volumen de sus gruesos pectorales. Sostenía en una de sus manos una bolsa de papel que extendió hacia mí, cuando me vio.

- ¡Buenos días! – dijo algo confundido - ¿Por qué usa ese traje?

No quería liberar información sobre mi condición, sobre todo cuando el alfa ya conocía más detalles que nadie.

- No es necesario que lo sepa. – respondí rápidamente.

Zee miró al suelo como si se le hubiese caído algo, pero recordó que debía entregarme la bolsa y volvió a extenderla hacia mí.

- Es comida rusa – dijo tímidamente.

Con dificultad tomé la bolsa y le agradecí, pero no me detuve a ver el contenido, el traje que llevaba era descartable por lo que la duración de su eficacia era limitada, tenía que moverme rápido.

Con un gesto de manos, lo guié hacia el laboratorio, mientras yo ingresé a la casa y deposité la bolsa que me había dado, sobre el sofá del living.

Cuando regresé al laboratorio, el señor Panich se hallaba reclinado sobre la camilla de metal a la espera de mis instrucciones.

- Tiene que vestirse con eso – enfaticé, señalando el conjunto de prendas que yacían a un lado de la camilla.

Zee se incorporó y comenzó a desvestirse. En primer lugar se quitó el saco desabrochando lentamente los tres botones redondos y enormes que unían el tejido. Luego se adelantó unos cuantos pasos, achicando la distancia que nos separaba y se quitó la playera dejando al descubierto su torso ancho y fornido. Arrojó esas dos prendas al suelo y me lanzó una sonrisa torcida, elevando su rostro, sin dejar de mirarme.

La escena frente a mí, me dejó espantado, tal fue mi sorpresa que reaccioné recién cuando el hombre comenzó a abrir el cierre de su pantalón. Me giré en seco y contemplé la pared del laboratorio.

Mi corazón latía con fuerza, me temblaban las piernas, las manos y hasta los ojos. Intenté recordar la primera Ley de Termodinámica, el Teorema de Pitágoras o al menos la tabla de multiplicación del dos, pero en mi cabeza se repetía una y otra vez: "La Ley de Atracción de Masas"

- ¿Dónde está la cápsula que debo ingerir? – preguntó a mis espaldas.

- Ya no es necesaria – respondí sin volverme completamente.

- Ya veo...- dijo con un tono presuntuoso.

Me giré tímidamente y lo encontré sentado sobre la camilla con todo su cuerpo direccionado hacia mí.

- Recuéstese, por favor – pedí.

El hombre asintió y se recostó.

- ¿La próxima vez podría traerme sábanas y también algunas almohadas? – pidió mirando al techo. – El metal es muy frío.

Ignoré su comentario y le pedí que cerrara los ojos:

- No es necesario, no le temo a las agujas. – alcanzó a decir el alfa.

CORONA DE SANGRE (Parte 1: "Sin Omega")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora