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El aire entró a mis pulmones de golpe y me hizo darme cuenta de que los tenía llenos de agua. Un sabor dulce se extendía por mi garganta, todo mi aparato respiratorio se contrajo y resistió. Vomité en la orilla del río. Una mano me sostenía el vientre con cuidado, se movía a presionarme el pecho para empujar el agua de mi interior. La otra, me sostenía el pelo.

Terminé de limpiar mis pulmones, tosí por el esfuerzo, por lo desagradable del acto. Tenía el sistema nervioso totalmente colapsado; mis brazos y mis piernas se quejaban, incluso mis ojos estaban perezosos. Logré incorporarme, sentarme sobre el suelo apoyándome en mis brazos aunque tardaron pocos segundos en quejarse.

Practiqué mi respiración centrándome en aliviar aquella sensación de escozor en el pecho. Empezaba a sentirme mareada cuando tomé la decisión de abrir los ojos. El sol ya quería esconderse, el agua del río se teñía de naranja, todas las tonalidades estaban modificadas por el atardecer, incluída mi propia piel mojada, el pasto que acariciaba mi cuerpo.

Escuché a mi lado una suave respiración y supe que provenía de la persona que me había salvado. No escuché murmullo alguno, ni vi un movimiento de reojo. Solo me miraba, supe que me miraba porque sentía la presencia de sus ojos sobre mi piel.

No me preparé; sin precedentes ni expectativas, giré la cabeza para verle. Y de repente todo desapareció. Desaparecieron las pocas nubes carmesí del cielo y el crepitar de la hierba moviéndose con la brisa. Desapareció el chapoteo del río y los cláxones lejanos. Los pájaros volaban pero ya no podía verlos y tampoco podía sentir nada más que su mirada colarse en mi interior sin permiso. Un ojo zafiro, el otro castaño. Heterocromía, claro, pero en aquel momento no era capaz de pensar en la peculiaridad de sus ojos, porque me había perdido en alguna parte del mundo a través de ellos y no me podía encontrar. Algo en sus párpados se movió cuando establecimos contacto visual. Se relajaron o tensaron, bajaron, subieron, no lo supe.

Respiré hondo y supe que se me notó. Supe que era evidente el peso en mis pulmones, la debilidad absoluta de mis extremidades. Algo en mi pecho crecía y demandaba espacio. Logré fijarme en el resto de sus rasgos faciales, la quemadura circular sobre su ojo izquierdo, sobre el ojo azul, el cabello blanco y carmesí en mitades iguales. Sus rasgos afilados, las pinceladas perfectas de un artista en pleno auge. Había mucho más que piel en aquella presencia. Era el frío rostro de algo poderoso que se podía clavar en tu interior de proponérselo. Era algo en la forma en que el cabello se le ondeaba con la brisa, en la forma en que estaban cerrados sus labios. La forma en que se movía su garganta al tragar saliva o cómo se le movieron las aletas de la nariz después de varios segundos sin decirnos nada.

El uso de razón volvió de golpe. Y logré decir:

—Me has salvado.

Las comisuras de sus labios se elevaron hacia arriba aunque no llegó a ser una sonrisa. Sus pestañas se relajaron, casi sentí en mi propia caja torácica el aire que entraba y salía de su cuerpo. No supe lo que pensó, porque no lo dijo. El silencio hacía ruido.

Carraspeé. Desviando mis ojos de su rostro. El alivio al no mirarle fue instantaneo, pero también me invadió algo de hambre. Cedí antes de poder meditarlo y volví a mirarle, esta vez tratando de fijarme en su rostro en general, de no caer en el reflejo de sus ojos.

—¿Estás bien? —preguntó.

El sonido de su voz zigzagueó en el aire y se me coló en la garganta, en el pecho, en los oídos. Un escalofrío que logré reprimir. La armonía perfecta de una voz grave, masculina, pero que me acariciaba por dentro, que podría ser una de esas canciones de cuna o que te sanan las heridas, te hacen dejar de llorar.

—Sí, estoy bien —respondí. Escuché su inhalación, profunda, costosa.

—¿Por qué lo perseguías?

FIRELIGHT {shoto todoroki}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora