11| El trono

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Lo primero que hice durante la mañana del domingo fue viajar a la frontera de Kerios y Balcé, donde estaban estos seres demoníacos que les prohibían el paso a los lu'kanses.

Me bajé del caballo blanco que me había regalado Herderis y avancé a pie hasta enfrentar a uno de estos guardianes de tres metros.

—¡Quiero que se vayan!— ordené al estar lo suficientemente cerca—. ¡Kerios está bajo mi mandato y no requiero su ayuda!

Hice lo posible por no temblar, ya que estar cerca de ellos helaba la piel hasta generar dolor y el olor era como el fuego al apagarse.

—¿Y cómo piensa proteger su tierra de la serpiente, hijo de la luna?— su voz era gruesa y tosca, apenas podía entenderle, además su aliento helado me dab escalofríos.

No lo sabía y tampoco lo tenía planeado, pero en ese instante empezaron a crecer grandes enredaderas y se elevaron rápidamente en forma de muros por toda la tierra y sobre el agua también. Seria imposible de creer si no lo hubiera visto con mis propios ojos.

Aún no comprendía del todo mi conexión con la tierra, pero si mal no recordaba, mi madre me había dicho que todos los monarcas llegaban a tener un elemento a favor. En el momento en que se convertía en rey o reina de Balcé, los dioses le otorgaban un don, pero la propia Tierra elegía cuál darle. Ella tenía a su favor las aguas dulces y saladas, lo cuál explicaba porqué en el castillo habían fuentes de aguas cristalinas, como símbolo de su don. Pero al contrario de lo que pensaba la gente, el don no se controlaba, el elemento decidía cuándo ayudarte o no.

Los demonios vieron crecer las enredaderas hasta convertirse en fuertes espinas, dieron un paso atrás viéndome con sus ojos de fuego y uno solo habló.

—Vemos que tiene el poder de defenderse, majestad— se inclinó para mostrar su respeto—. Tiene la valentía de un demonio.

Entonces primero se esfumó el frío, las sobras volvieron a su lugar y los demonios desaparecieron en un giro rápido.

Cuando el polvo que levantaron se desvanecio, di la vuelta y me subí al caballo

—Pronto, Sidrajes, pronto.

Era más que una promesa.

Era un aviso de guerra.

●○●

El palacio era un caos, no por su desorden, sino porque a cada rato me llegaban cartas en blanco de Herderis por medio de los mensajeros en libélulas.

Después de abrir la número veinticinco me cansé. Solo había pasado una semana y ya tenía una habitación llena de cartas sin abrir.

La última vez que recibí una carta de Prim me dijo que Herderis vivía enojado con todos y solo salía si era necesario, no se veía a Leryon por ningún lado, el consejo se reunía más seguido y que Daract estaba tomando las riendas. También se rumoreaba su pronta unión permanente.

—¿Crees que se casen?— preguntó Veneno a mis espaldas.

Guardé la carta dentro de un libro y lo aparté. Me llevé las manos a la cabeza y solté un gran suspiro.

—Aunque las leas cien veces no va a cambiar su contenido.

Veneno se sentó en la esquina del escritorio y me estudió con la mirada, se veía relajada y muy linda con el vestido violeta que había hecho Susurros. Era increíble cómo es que hacía unos vestidos tan lindos.

—¿Qué?— cuestioné después de un rato.

—¿No las vas a leer?— dijo recorriendo los aposentos con la mirada.

El retorno del Rey [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora