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|57|Noche Vieja

Luk

En Noche Vieja me sentí igual que el día anterior. Y el mes anterior. Y el año anterior por las mismas fechas.

Fuimos a casa de la abuela Yena, que organizó su cena anual con su familia y amigos más íntimos. Como se trataba de ella y del echo de que no tenía límites al momento de utilizar la tarjeta de su marido, todo desprendía el mismo dinero y derroche de todos los años.

Miles fue obligada a usar un vestido blanco, que tenía la manga larga y el cuello alto. La tela le picaba tanto que no paró de rascarse hasta que la piel se le puso roja y le aparecieron ronchas grandes. Hizo berrinche todo el camino en el auto y aseguró muy digna que en unos años nunca más le dirían que vestir.

Comimos poco y esperamos mucho. Cuando el reloj marcó las doce todos alzaron copas con algún líquido amarillo brillante, y yo sentí que darme de cabezazos contra alguna pared era más interesante.

Cuando todo acabó, mamá decidió que era ya muy tarde para volver a casa, y nos quedamos a dormir allí.

Me metí a la cama a la una veinte y usé el móvil hasta que los ojos se me hincharon y la vista se me puso borrosa a pesar de usar las gafas.

Para cuando iban a ser las cuatro y media, seguía sin poder conciliar el sueño y con energía de más. El móvil ya no tenía batería y me había olvidado el cargador en casa.

Tomé la impulsiva decisión de salir de la cama para ir a buscar comida en la cocina. Vacié una bolsa de patatas y varias latas de refresco. Al subir las escaleras para regresar a la habitación, una idea diferente llegó a mi cabeza.

Salí a hurtadillas por la ventana de la habitación de invitados y caminé de forma vaga sin rumbo por el parque del vecindario más cercano, que conocía bastante bien, con las farolas encendidas y los sonidos lejanos de autos, bocinas y algunas voces retumbando a mi alrededor.

Suspiré. Una masa de vaho se abrió pasó y me arrepentí de salir sin una sudadera o la bufanda que mi madre recién me había regalado.

A mi espalda escuché un ruidito cualquiera y pegué un bote en mi sitio y aceleré el paso, tensa. Mi ridícula intención de buscar helado bien podría irse al carajo.

Apuré el paso y el sonido de la suela de mis zapatos rechino contra la acera al dar vuelta...

Solté un gemido de dolor al chocar contra una pared, y me puse una mano sobre el pecho; podía sentir como el corazón me latía con desesperación contra las costillas.

Entre el pánico y la sorpresa, miré la superficie donde me había estampado. Claro. No era una pared.

Tenía que ser una broma.

Una broma horrible.

- ¿Luk?

Fruncí el ceño y fingí un poco de demencia, rascándome el cuello. Abrí la boca, pasmada, sin saber que decir. ¿Estaba soñando? ¿O teniendo una pesadilla?

Claro que debía ser una pesadilla.

- ¿Travis?

Alzó las cejas y me observó en silencio con la boca abierta. Me recorrió con la mirada con un cierto recelo, como si dudará el estar viéndome realmente parada frente a él con una camiseta blanca arrugada, un pantalón de dormir que llegaba a las rodillas y que me iba más grande de lo debido, y unas pantuflas con forma de pato que estaban ridículas.

- ¿Hola? - sonreí.

Aunque creo que fue una mueca.

- Hola - repitió. Sonaba tan confuso como yo -. ¿Qué.... qué estás haciendo aquí?

- Oh... bueno, pues yo...

Me detuve y sentí la piel de las mejillas calientes. Me ardía todo. Sonreí torpemente hasta que lo vi observarme con más confusión que antes. Mi expresión frustrada y llena de recelo volvió y abrí la boca para mascullar: 

- ¿Y a ti qué? Métete en tus asuntos.

Frunció el ceño.

Traía unos auriculares alrededor del cuello y una leve capa de sudor cubría su frente. ¿Había estado... corriendo?

Fue mi turno de fruncir el ceño. Pero ¿quién corría a esa hora? Sólo los dementes.

A lo lejos podía apreciar como el sol comenzaba a asomar con sus primeros rayos y que el amanecer estaba muy cerca.

Pasé corriendo por su lado y me dije que no importaba. Que no acaba de decirle al chico que me gustaba que no se metiera en mi vida.

Gemí de frustración.

Era un desastre.

Me pasaba las mañanas siguiéndolo con la mirada, esperando a veces, incluso, una oportunidad para hablar con él... o de sonreírle. Y ahora que lo que menos necesitaba era encontrármelo o verlo, lo hacía.

Mi suerte era preciosa.

Seguí corriendo hasta que de pronto el suelo tembló y mis rodillas perdieron equilibrio...

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Cuando el mundo caigaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora