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|4|Samantha

Jake

Samantha había sido en un principio la hija de la vecina de la casa de al lado, luego la niña grosera con la que jugaba de vez en cuando ya que mi madre me obligaba a hacerlo para quedar bien con los vecinos y así conseguir una amiga luego de distanciarse de su hermana, mi tía Ilda, por ciertos motivos que yo desconocía hasta el momento.

Luego fue la niña que no sabía cepillarse el cabello que me defendió de unos tíos un curso mayor que me molestaban porque me había metido al club de arte de la primaria.

Después fue la chica que se había echo mi mejor amiga.

Con la que me pasaba algunas tardes hablando sobre nada y todo a la vez. A la que dibujaba y a la que enseñaba a distinguir los tonos claros de los neutros en acuarela. Era la chica con la que me mandaba mensajes a media noche cuando ninguno de los dos podía dormir; la que se colaba a escondidas a mi habitación por la ventana para contarme que había discutido con su hermana o cualquier cosa que la pusiera de mal humor.

Era ella la que se quejaba de mi gusto por las películas de terror, pero que me obligaba a ver series de romances turbios y amantes prohibidos. La que decía que odiaba ir a mis partidos, aunque en el fondo los dos sabíamos que era mentira y que adoraba asistir por la emoción electrizante, que según ella, había en el aire.

Para los doce años ya entendía que Sam no sólo era mi vecina loca, que contaba las peores bromas.

Era mi mejor amiga.

La primera vez que me emborrache, ella también estuvo allí y terminó en las mismas condiciones que yo.

Había sido un accidente, que quedase en acta. Mi padre había escondido su reserva de tequila de mi madre en una botella azul que metió dentro del refrigerador esperando que pasara desapercibida. La tomé imaginando que era agua o quizá algún té que hizo mi madre para los días de calor más intensos. Serví parte del líquido en dos vasos, uno para mí y otro para Sam.

Al primer o segundo trago, inmediatamente, descubrimos que eso no era agua.

Sabía raro y olía aún peor.

La cosa no hubiera acabado tan mal y no hubiese pasado de un traguito inocente, sino fuera porque la curiosidad ganó junto con la estupidez.

Teníamos catorce años, una botella llena un líquido extraño, pero que sabíamos que era algún tipo de alcohol, estabamos sin ninguna supervisacion adulta, ¿qué más podíamos hacer?

Dejarla donde estaba, sí, pero eso no era lo nuestro.

Luego de tomarnos el primer vaso con muecas, servimos el siguiente con carcajadas tontas y bromas torpes sobre que nos iban a matar nuestros padres, y Sam alzando su vaso al aire hacia el mío para chocarlos, dijo orgullosa:

- ¡Salud!

Igual fue una tontería. Mi madre llegó a casa del trabajo horas más tarde y nos encontró en el comedor ebrios y entre risas. Nos sujetamos el estómago por las carcajadas al verla con la boca abierta y los ojos casi salidos del horror mientras observaba la escena.

Se puso furiosa, lanzando chispas por los ojos, especialmente con mi padre, con quien discutió toda la noche y le reclamó el como había sido capaz de dejar "la maldita botella" al alcance de nuestras manos.

Ya, se imaginarán que para ese momento los dos comenzaron a odiarse un poco más que antes, y fue cuando descubrieron que o pensaban seriamente en el divorcio o seguían tratando de aniquilarse con la mirada y las palabras. Fue dos años después que tuvieron el valor de divorciarse finalmente.

Cuando el mundo caigaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora