038: Cuando las emociones molestan más que los mocos

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¿Me pegué un resfriado? Sí, claro que lo hice. ¿He estado yendo a la escuela de todas formas? Sí, también.

Hace una semana que no respiro con normalidad, al tener tanta mucosidad dentro de mi nariz, y, para rematar, no he tenido ni una señal de Sigma.

Su "eventualmente" me está empezando a aburrir.

Caminando y estornudando a cada minuto, con bastante frío (a pesar de las miles de capas de vendas y ropa que tengo) me encamino a mi apartamento, luego de un largo y aburrido día de clases. Tengo que realizar un proyecto de astronomía que, inicialmente, debía de ser en grupos. Como no conozco a nadie —y no planeo hacerlo—, terminé convenciendo a la profesora para que me deje realizarlo individualmente.

Ella, casi con pena en sus ojos, me sugirió que haga vida social. La señora no entiende que simplemente no quiero; nadie es interesante en su clase. Ni siquiera ella; su forma tan lenta de enseñar empeora todo.

Sigma lo es medianamente, sin embargo, ha faltado a todas las clases de álgebra (las cuales son las únicas que compartimos).

Tropecé con lo que parece ser una roca y casi caigo de mandíbula, si no hubiese sido por mis entrenados reflejos. Mis manos sufrieron el impacto, pero prefiero rasmillones allí a tener huesos de la boca rotos o algo por el estilo.

Desde el suelo —húmedo, pero no demasiado mojado. Las lluvias se detuvieron esta mañana— vi pasar los autos a unos metros de mí, las personas en los locales de comida cercanos y los fantasmas escondidos en los callejones sin salida. Como no tienen olfato, no perciben —ni les importa— la suciedad que poseen aquellos lugares.

Me levanté con pereza, limpiándome el uniforme. Un tanto lejos de mí, en la vereda de enfrente, vi a un hombre alto (pasado el metro ochenta) y musculoso que me mira directamente. No se mueve y parece obstruir el camino de los transeúntes. Tiene cabello y barba castañas y sus ropas son del típico motociclista. Chaqueta y guantes de cuero, pantalones negros, junto a unos lentes oscuros que no dejan ver sus ojos.

De repente, empecé a sentirme mareado, tal vez el resfrío me está afectando, pero... no es eso. Mi estómago empezó a burbujear por algo, no hay ni una razón específica, simplemente parece querer hervir. No puedo sacar mis ojos de los lentes de aquel hombre, estoy atascado en ellos. Mi cabeza retumba y se acalora, como si me quemara algo desde mi interior.

La idea de golpear algo, quizás alguien, estaba apareciendo en mi cabeza. Cada vez más atractiva, más factible. Mis puños duelen de apretarlos; mi mandíbula no sufrió con la caída, pero sí que lo hace ahora.

Aquellos fuscos vidrios se encendieron en un rojo vivo, como si, en vez de ojos, tuviera poderosas llamas que están siendo ocultas. Una sonrisa macabra se apoderó de los labios del hombre y, cuando un autobús pasó, lo perdí de vista. Se fue tan de repente, que no me percaté cuándo aparecieron las nubes negras en el cielo, junto a sus cántaros de agua y estruendos llenos de rabia.

Como si hubiese perdido mi manera de pensar (de tener aunque sea un poco de lógica en mi cerebro), recién ahora, mientras abrí un paraguas plegable que traigo conmigo en mi mochila, pude comprender aquello.

Era Ares, el Dios de la Guerra, viniendo a molestar. A hacer presencia. A demostrar en qué lado está.

Pesado, nublado, todo se siente así. Mi vista, mi andar, mi respiración...

Corrí bajo la apartada lluvia, gracias al plástico transparente, hasta llegar a mi destino.

Subí las escaleras, el ascensor se tardaría demasiado en llevarme a donde quiero. Donde necesito.

Hijos de Divinidades || SoukokuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora