1. Mates, drogas y corazones

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Habían pasado tres meses desde que nos habíamos mudado mamá y yo y todavía no me acostumbraba. Ella decía que tuviera paciencia, que en algún momento encontraría mi lugar aquí. Yo no lo tenía tan claro, ya había encontrado mi sitio y no podía volver a él.

Odiaba esta ciudad, la que me vio nacer y la que dejé atrás al cumplir un año. Odiaba las miradas de lástima de la gente cuando me veían pasar por la calle. Odiaba no poder hacer lo que más quería y tener que arrastrarme en una silla de ruedas porque me faltaban las piernas...

Suspiré y traté de borrar los pensamientos lúgubres de mi mente que me acompañaban cada día. Terminé de colocarme la camiseta y me lancé a la difícil tarea de ponerme los vaqueros.

—¿Necesitas ayuda, Brian? —preguntó mamá, que estaba apoyada contra la puerta de mi habitación observando lo que hacía.

—No, está todo controlado—mentí.

Lo cierto es que no conseguía subirme el pantalón en la silla de ruedas y no sabía qué hacer. Estaba cansado de que ella tuviera que venir a ayudarme como si fuera un niño pequeño. Ella me miró y decidió fingir que no había pillado mi mentira.

—Perfecto. Hoy entro más tarde y puedo llevarte al instituto, pero tienes cinco minutos para desayunar—dijo mientras se terminaba de arreglar el pelo con una espuma para acentuar sus rizos. — Voy a calentar la leche.

Mamá trabajaba en una empresa de marketing y estaba acostumbrada a lidiar con todo tipo de personas, por lo que tenía mucha paciencia. Oí sus pasos por la cocina y volví a enfrentarme al problema de los pantalones.

Se me había ocurrido una idea. Me impulsé con los brazos y me pasé a la cama. Conseguí ponerme los vaqueros acostado en la cama y volví a la silla de ruedas. Pasé por la cocina con una pequeña sensación de victoria.

—¡Vaya! Mi pequeño ha sonreído y no ha tardado en vestirse. —Se acercó a mí y me dio un sonoro beso en la mejilla. —¿Ves cómo puedes? —dijo mientras me revolvía el pelo.

Puse los ojos en blanco y desayuné rápidamente.


Ya estaba frente al instituto, un edificio viejo de ladrillos rojizos con una enorme puerta de hierro forjado. Si bien el exterior no era nada atractivo, por dentro estaba más cuidado y parecía un instituto más moderno.

Atravesé como pude el pasillo atestado de estudiantes que charlaban animadamente y me dirigí a la clase de matemáticas. El profesor se demoró varios minutos y la hora pasó a cuentagotas cuando se puso a explicar las integrales y nos puso a hacer ejercicios para resolver en clase.

—Brian Spark, resuelva el ejercicio número tres en la pizarra—ordenó el profesor.

Suspiré de alivio cuando la estridente alarma sonó en ese instante dando por finalizada la clase. Mis compañeros huyeron del aula a la vez y yo, como siempre, fui el último en salir.

Después de inglés y química, por fin llegó la hora del descanso. Pasé por la cafetería rápidamente para coger un plátano y, cuando me disponía a cruzar el patio, mi móvil cayó al suelo desde el bolsillo del pantalón y un estudiante lo pisó sin querer.

—¡Mira por dónde vas, se podía haber roto! —rugí.

El chico, asustado y avergonzado a partes iguales, me devolvió el smartphone. Observé el teléfono sin darle demasiada importancia. Se me caía con frecuencia y nunca se había estropeado.

Ilusiones de invierno ©✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora