XXIV

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Peeta se pone entre nosotros.

—Bueno, ¿cuántos han muerto?

«Muévete, idiota», pienso, pero él sigue entre los dos.

—Es difícil decirlo —respondo— al menos seis, creo. Y siguen luchando.

—Sigamos adelante, necesitamos agua.

Por ahora no hay ni rastro de arroyos de agua dulce ni de estanque, y el agua salada no se puede beber.

—Será mejor que la encontremos pronto —interviene Finnick—. Necesitamos estar bajo cubierto cuando los demás intenten cazarnos esta noche.

Cazarnos. A nosotros. Esta bien, quizá matar a Finnick sería algo prematuro, porque hasta ahora ha sido útil.

Además, tiene el sello de aprobación de Haymitch, y ¿quién sabe lo que nos aguarda esta noche? En el peor de los casos, puedo matarlo mientras duerme. Así que dejo pasar la oportunidad, y él también.

La ausencia de agua hace que tenga más sed. Lo examino todo mientras seguimos subiendo, aunque sin éxito. Después de otro kilómetro y medio veo que se acaban los árboles y supongo que estamos llegando a la cima de la colina.

—Quizá tengamos más suerte al otro lado. Puede que haya un manantial o algo.

Sin embargo, no hay otro lado. Lo sé antes que nadie, aunque soy la que está más lejos de la cumbre. Mis ojos dan con un extraño cuadrado de ondas que flota como un cristal combado en el aire. Al principio lo tomo por la luz del sol o por el calor que se refleja en el suelo, pero está fijo en el espacio, no se mueve cuando lo hago yo.

Entonces hago la conexión entre el cuadrado y Wiress y Beetee, en el Centro de Entrenamiento, y me doy cuenta de lo que tenemos delante. Cuando empiezo a gritar la advertencia, el cuchillo de Peeta ya va camino de cortar unas enredaderas.

Se oye un fuerte chasquido y, durante un instante, los árboles desaparecen y veo un espacio abierto a lo largo de una pequeña franja de terreno vacío. Entonces Peeta sale volando hacia atrás, expulsado por el campo de fuerza, y derriba a Finnick y Mags.

Corro hacia él; está en el suelo y no se mueve, envuelto en una red de plantas.

—¿Peeta? —Huele un poco a pelo quemado.

Lo llamo otra vez, sacudiéndolo un poco, pero no responde. Le paso los dedos por los labios y no noto que salga aliento, aunque hace un momento estaba jadeando. Pego la oreja a su pecho, al lugar donde siempre apoyo la cabeza, donde sé que oiré el fuerte y regular latido de su corazón.

Sin embargo, sólo encuentro silencio.

—¡Peeta! —grito. Lo sacudo con más fuerza, incluso le doy una cachetada, pero no funciona. Su corazón ha fallado. Él no está ahí—. ¡Peeta! ¡No puedes dejarnos Peeta!

Finnick deja a Mags apoyada en un árbol y me aparta de un empujón.

—Déjame a mí. —Sus dedos tocan unos puntos en el cuello de Peeta, le recorren los huesos de las costillas y la columna. Después le tapa la nariz.

—¡No! —Gritó, y me lanzo sobre él, porque estoy segura de que pretende asegurarse de que muera, de eliminar cualquier esperanza de que vuelva a la vida.

Finnick levanta la mano y me golpea tan fuerte en el pecho que salgo volando y me doy contra un árbol. Me quedo atontada un momento por el dolor, intentando recuperar la respiración, y veo que él le tapa de nuevo la nariz a Peeta.

Saco una flecha, coloco la ranura en su sitio y estoy a punto de dispararla cuando Finnick se pone a besar a Peeta. Me detengo. Veo, veo de verdad que el pecho de Peeta sube y baja. Entonces Finnick le abre la cremallera de la parte superior del mono y empieza a presionar su corazón con las manos. Ya recuperada de la conmoción, por fin entiendo lo que intenta hacer.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora