XXXVII

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Todavía no entiendo qué pasó, por qué la abandonó para llevar a Peeta; por qué ella no sólo no lo cuestionó, sino que se lanzó a una muerte segura sin pensarlo dos veces. ¿Decidiría ella que, al ser tan anciana, sus días estaban contados de todos modos?

¿Pensaron que Finnick tendría más posibilidades de ganar si nos tenía a Peeta y a mí de aliados? El rostro demacrado de Finnick me advierte de que no es el mejor momento para preguntárselo.

En vez de hacerlo, intento recomponerme. Rescato el broche de sinsajo de mi mono destrozado y me lo prendo al tirante de la camiseta interior. El cinturón de flotación debe ser resistente al ácido, porque parece como nuevo. Aunque puedo nadar, por lo que el cinturón no es realmente necesario, Brutus bloqueó mi flecha con él, así que decido volver a ponérmelo por si sirve de protección. Me suelto el pelo y lo peino con los dedos, lo que hace que se me caiga bastante, dañado por las gotitas de niebla, y después trenzo lo que queda.

En el poco tiempo que tardamos en llegar al borde de la jungla me doy cuenta del cambio. No sé si será por los años de cazadora o porque mi oído reconstruido realmente funciona mejor de lo esperado, pero percibo la masa de cuerpos cálidos que se encuentra por encima de nosotros.

No hace falta que charlen, ni que griten; me basta con el conjunto de sus respiraciones.

Toco el brazo de Finnick y él sigue mi mirada hacia arriba. ¿Cómo habrán llegado de manera tan silenciosa? Quizá no lo hayan hecho.

Estábamos tan concentrados en recuperarnos que no nos hemos dado cuenta de que se reunían. No son cinco, ni diez, sino decenas de monos subidosa las ramas de los árboles de la jungla. La pareja que vimos al escapar de la niebla parecía una especie de comité de bienvenida. Esta multitud no augura nada bueno.

Cargo el arco con dos flechas y Finnick agarra bien el tridente.

—Peeta —digo, con toda la tranquilidad del mundo—. Necesito que me ayudes con una cosa.

—En un minuto, creo que ya casi lo tengo —responde, todavía ocupado con el árbol—. Sí, ya está. ¿Tienes la espita?

—Sí, pero hemos descubierto algo que será mejor que veas —continúo, en tono relajado—. Acércate a nosotros muy despacio, para que no los asustes. —Por algún motivo, no quiero que se dé cuenta de la presencia de los monos, ni siquiera que mire hacia ellos.

Algunos animales interpretan el simple contacto visual como una agresión.

Peeta se vuelve hacia nosotros, jadeante por el trabajo en el árbol. El tono de mi pregunta es tan extraño que se ha dado cuenta de que pasa algo.

—Bueno—responde, como si nada.

Empieza a moverse por la jungla y, aunque sé que intenta con todas sus fuerzas ser silencioso, eso nunca ha sido su fuerte, ni siquiera cuando tenía dos piernas buenas. Pero no pasa nada, se está moviendo y los monos mantienen sus posiciones. Está a menos de cinco metros de la playa cuando los percibe.

Los monos estallan en una chillona masa de pelaje naranja y caen sobre él.

Nunca había visto a ningún animal moverse tan deprisa. Se deslizan por las ramas como si estuviesen engrasadas, saltan distancias imposibles de árbol en árbol con los colmillos fuera, las plumas del cuello levantadas y las uñas saliéndoles disparadas de los dedos como si fuesen navajas de muelle.

—Mutos. —Grito y comienzo a disparaar, cuidando mis flechas.

Peeta, Finnick y yo nos colocamos formando un triángulo, con unos cuantos metros de distancia entre nosotros y dándonos la espalda.
Se me cae el alma a los pies cuando saco la última flecha. Entonces recuerdo que Peeta tiene otro carcaj y que no está disparando, sino cortando con el cuchillo. Yo también he sacado el mío, pero los monos son más rápidos y saltan adelante y atrás tan deprisa que no me dan tiempo a reaccionar.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora