XI

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«¿Qué me hundiría?».

La pregunta me consume durante los tres días siguientes, mientras esperamos a que nos saquen de
nuestra prisión segura. ¿Qué haría que me rompiese en un millón de trocitos hasta quedar irreparable e
inservible? No se lo comento a nadie, pero la pregunta me obsesiona cuando estoy despierta y se mete en mis pesadillas.

En ese periodo caen cuatro misiles más, todos muy potentes y devastadores, aunque ya sin tanta urgencia. Dejan caer las bombas a intervalos largos para que creamos que ya se ha acabado justo antes
de que otro estallido nos haga temblar las tripas. Parecen pensados para mantenernos bloqueados, no
para diezmarnos. Destrozar el distrito, sí; dar a la gente mucho que reparar antes de ponerse en
funcionamiento, también; pero ¿destruirlo? No. Coin tenía razón en eso: no se destruye algo que deseas adquirir en el futuro. Supongo que lo que en realidad quieren, a corto plazo, es detener los asaltos a las ondas y mantenerme lejos de los televisores de Panem.

No recibimos apenas información de lo que pasa. Nuestras pantallas nunca se encienden y sólo nos
llegan breves anuncios de audio de Coin sobre la naturaleza de las bombas. Sin duda, la guerra
continúa, pero, en cuanto a su situación, estamos a oscuras.

Dentro del búnker, la cooperación está a la orden del día. Seguimos un horario muy estricto para las comidas, el aseo, el ejercicio y el sueño. Se nos garantizan pequeños periodos de socialización para
aliviar el tedio. Nuestro espacio se hace muy popular porque tanto niños como adultos sienten fascinación por Max. Adquiere estatus de estrella con su juego nocturno de «El perro loco». Me lo inventé yo por accidente hace unos años, durante un apagón invernal. Consiste simplemente en agitar el haz de luz de una linterna por el suelo mientras Max intenta capturarlo. Soy lo bastante mezquina como para disfrutar del juego porque me parece que lo hace parecer tonto. Sin embargo, inexplicablemente, todos los de aquí creen que el es listo y encantador. Incluso me conceden unas pilas adicionales (un gasto enorme) para usarlas en esto. Los ciudadanos del 13 están muy faltos de entretenimientos, sin duda.

La tercera noche, durante el juego, por fin respondo a la pregunta que me ha estado carcomiendo. «El
Perro loco» se convierte en una metáfora de mi situación: yo soy Max, y Peeta, la persona a la que
tan desesperadamente quiero poner a salvo, es la luz. Mientras el perro crea que tiene una oportunidad
de capturar la escurridiza luz con sus patas, estará encrespado (como yo desde que dejé la arena con
Peeta vivo). Cuando la luz se apaga del todo, Max se siente angustiado y desconcertado durante un segundo, pero se recupera y pasa a otra cosa (es lo que me pasaría a mí si Peeta muriera). Sin embargo, lo que de verdad hace que el perro se vuelva loco es dejar la luz encendida, pero en un punto fuera de su alcance, en lo alto de la pared, donde no llega saltando. Empieza a dar vueltas junto a la pared, gime, y no hay forma de consolarlo ni de distraerlo; no sirve para nada más hasta que apago la luz (y eso es lo que Snow intenta hacer conmigo ahora, sólo que no sé qué forma adoptará este juego).

Quizá lo único que Snow necesita es que sea consciente de eso. Pensar que Peeta estaba en sus manos y que lo torturaban para sacarle información sobre los rebeldes era malo, pero pensar que lo torturan específicamente para incapacitarme es insoportable. Entonces, por culpa del peso de esta revelación, empiezo a hundirme de verdad.

Después de «El perro loco» nos vamos a la cama. La luz va y viene; a veces las lámparas están a plena potencia, mientras que otras tenemos que forzar la vista para vernos. A la hora de dormir apagan las
lámparas hasta dejarlo todo casi a oscuras y activan las luces de emergencia de cada espacio.

Ahora no doy vueltas, mis músculos están rígidos por la tensión de mantenerme cuerda. Regresa el
dolor de corazón, y me imagino que le aparecen unas diminutas fisuras que se extienden por mi cuerpo:
avanzan por el torso, los brazos, las piernas y la cara, y me dejan llena de grietas. Con una sola sacudida de misil podría romperme en extraños fragmentos afilados como cuchillas.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora