Capítulo XII

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Sesenta segundos.

Es el tiempo que tenemos que estar de pie en nuestros círculos metálicos antes de que el sonido de un gong nos libere.

Si das un paso al frente antes de que acabe el minuto, las minas te vuelan las piernas. Sesenta segundos para observar el anillo de tributos, todos a la misma distancia de la Cornucopia, que es un gigantesco cuerno dorado con forma de cono, con el pico curvo y una abertura de al menos seis metros de alto, lleno a rebosar de las cosas que nos sustentarán aquí, en el estadio: comida, contenedores con agua, armas, medicinas, ropa, material para hacer fuego. Alrededor de la Cornucopia hay otros suministros, aunque su valor decrece cuanto más lejos están del cuerno.

Por ejemplo, a pocos pasos de mí hay un cuadrado de plástico de un metro de largo. Sin duda sería útil en un tormena. Sin embargo, cerca de la abertura veo una tienda de campaña que me protegería de cualquier condición atmosférica; si tuviera el valor suficiente para entrar y luchar por ella contra los otros veintitrés tributos, claro, cosa que me han aconsejado no hacer.

Estamos en un terreno despejado y llano, una llanura de tierra aplanada. Detrás de los tributos que tengo frente a mí no veo nada, lo que indica que hay una pendiente descendente o puede que un acantilado. A mi derecha hay un lago. A la izquierda y detrás, unos ralos bosques de pinos. Ésa es la dirección que Haymitch querría que tomase, y de inmediato.

Oigo sus instrucciones dentro de mi cabeza: «Salgan corriendo, pongan toda la distancia posible de por medio y encontren una fuente de agua».

Sin embargo, es tentador, muy tentador ver el regalo delante de mí, esperándome, y saber que, si no lo tomo yo, lo hará otro; que los tributos profesionales que sobrevivan al baño de sangre se repartirán casi todo el botín, esencial para sobrevivir aquí.

Algo me llama la atención: sobre un montículo de mantas enrolladas hay un carcaj de plata con flechas y un arco, ya tensado, esperando a que lo disparen.

Eso es mío

Lo han dejado para mí. Soy rápida, puedo correr más deprisa que las demás chicas de nuestro colegio, aunque un par de ellas me ganan en las distancias largas. Pero son menos de cuarenta metros, perfecto para mí. Sé que puedo conseguirlo, sé que puedo llegar primero, aunque la pregunta es:

¿podré salir de ahí lo bastante deprisa? Cuando termine de abrirme paso entre las mantas y coja las armas, los demás ya habrán llegado al cuerno, y quizá pueda derribar a un par de ellos, pero supongamos que hay doce; tan cerca, podrían matarme con las lanzas y las porras. O con sus enormes puños. Por otro lado, no seré el único objetivo.

Seguro que muchos de los tributos no prestarían atención a una chica de menor tamaño que ellos, aunque hubiese conseguido un once en el entrenamiento, y preferirían dedicarse a los adversarios más feroces.

Haymitch no me ha visto correr. De haberlo hecho, a lo mejor me habría dicho que lo intentara, que tomara el arma, teniendo en cuenta que es precisamente el arma que podría salvarme.

Además, sólo veo un arco en toda la pila. Sé que el minuto debe de estar a punto de acabar y tengo que decidir cuál será mi estrategia; al final me coloco instintivamente en posición de correr, no hacia el bosque que nos rodea, sino hacia la pila, hacia el arco.

Entonces, de repente, veo a Peeta, que está cinco tributos a mi derecha; a pesar de la distancia, sé que me está mirando y creo que sacude la cabeza, pero el sol me da en los ojos y, mientras le doy vueltas al tema, suena el gong.

¡Y me lo he perdido! ¡He perdido la oportunidad! Porque esos dos segundos de más sin prepararme han bastado para hacerme cambiar de idea. Muevo los pies de un lado a otro, sin saber la dirección que me indica el cerebro, y me lanzo hacia delante, recojo el cuadrado de plástico y una hogaza de pan.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora