Capítulo 2

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Las jaulas fueron reforzadas con cuero, muflón y lana, pero aun así Raegar tuvo que tomar carbón caliente y deslizarlo con suavidad sobre las alas de los dragones bebés, intentando quitar la escarcha sin dañar su piel. Eran tres galeones verdes, nombre proporcionado por el maestre del castillo, y el más grande de ellos apenas alcanzaba el metro de altura. Apartaba la cabeza con un bufido molesto, como si se sintiera terriblemente ofendido por su ayuda. Sin embargo, mantenía el ala fija entre sus manos, esperando el inmenso alivio del carbón caliente. No tenía nombre, aún. Sus hermanos, más pequeños y angostos, roían sobre el suelo de paja de la jaula, peleándose entre sí, como dos gemelos que Raegar recordaba con agudo dolor. No había visto a Axtrak y Melgran en meses. Apenas y sí había vislumbrado a Terror, zarpando entre las nubes, pero el clima se volvía cada vez más tormentoso a medida que se aproximaban al norte del páramo y su figura se volvían difícil de identificar.

Cerró los compartimientos, que se cargaban dentro de una carretilla, y se volvió hacia el grupo, que cabalgaba hacia él con prontitud. Habían quedado casi una legua atrás, hacía tan solo un instante, pero ninguno de ellos se atrevía a dejar solo al príncipe mucho tiempo. El sol naciente perforó con dedos de luz la niebla blanquecina del amanecer. Su hermano iba a la cabeza del grupo, con su armadura dorada, que no resultaba tan brillante en el ambiente turbio del invierno imparable. Los nobles solían apodarlo como "el buen hijo": Raegar no quería saber cómo lo apodaban a él.

—El camino se vuelve más sinuoso, pero falta menos de un día—anunció, como si aquello fuera a traerle algún tipo de felicidad—. Creo que lo mejor será seguir en caballo, aunque no niego que sería más elegante aparecerse en carruaje, ¿No crees? Hace siglos que no se visita al reino del norte, así que no sé qué puede ser considerado adecuado y qué no...

—¿Acaso importa? Eres el rey del territorio más vasto; fácilmente puedes denominar qué es adecuado y qué no según tus gustos.

—Querer imponer mi visión de las cosas no significa que será así para el resto—contestó su hermano, con una tranquilidad que envidiaba. Desmontó y se aproximó a él, mientras un vasallo se apresuraba a ordenar las filas, manteniendo al caballo descabritado lejos de los hermanos.

Acostumbrado a viajar entre la soledad de las escamas, Raegar no podía dejar de fascinarse al alzar la vista y divisar ríos de oro, plata y acero cubrir las montañas del norte. Más de trescientos escoltas los acompañaban en su travesía al reino enemigo, la élite de los vasallos, la guardia real y algunos lores importantes que no querían perderse lo que, posiblemente, sería la boda del siglo.

Raegar tembló debajo de su capa; llevaba más de tres capas de ropa encima, la última de pieles de animales, y aun así temblaba como si estuviera desnudo. Las leyendas no mentían sobre el frío mortificante que hacía al norte, tanto que congelaba las patas de sus caballos, entrenados en los campos soleados del sur, y los obligaba a detenerse cada tantos kilómetros para atender a dichos animales. Raegar no podía sentir las manos, aunque la había cubierto con sus guantes de cuero, que solía utilizar para volar, ni tampoco la cara. Cada vez que hablaba, un vaho se pronunciaba con cada una de sus palabras. Parecía encontrarse en un mundo paralelo.

—No creo poder andar más tiempo a caballo—admitió, con pesar, y tapó con una manta extra las jaulas. Se sentía descoordinado, adormecido. Por primera vez, deseó llegar con premura al reino del norte.

—Carruaje será—dijo su hermano, viéndose aliviado—, les diré que la preparen.

Raegar asintió. Apenas podía pensar de manera clara. Entregó la rienda del caballo al vasallo más cercano, cuyas manos parecían moverse erráticamente, y se encerró en el interior del carruaje tan pronto su hermano se lo indicó. Dentro no era mucho mejor, pero al menos se protegía del viento helado como la nieve. Esperaba que los malditos psicóticos del frío tuvieran una hoguera, o una chimenea, o fuego en cualquier forma o tamaño. Se contentaría con meter la mano bajo el fuego, dejándose envolver por las llamas, con una temperatura normal arrastrándose sobre su piel.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora