Capítulo 8

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—Puedes volver al castillo—dijo su hermano, por enésima vez, mientras preparaba su caballo y aseguraba la montura—. Enserio, ve. Hace demasiado frío y tus labios comienzan a demostrar cuánto lo sufres.

—Quiero verte partir—replicó Raegar, para no admitir la verdad. Tenía miedo de entrar al castillo. Se cernía sobre él, imponente, amenazándolo con asfixiarlo.

—Rae, tienes que estar con él.

—Me echó de la habitación—y de manera muy humillante, debe admitir—. Además, no creo que algo que diga vaya a mejorar las cosas.

—Acaba de perder a su padre.

—Lo sé, no dije que no tuviera paciencia. Sólo..., tenerle paciencia es estar aquí, lejos de él. No me conoce, Jaeno. No me quiere a su lado, no en este momento.

Su hermano suspiró, admitiendo la derrota. Raegar estaba agradecido de que no siguiera insistiendo, pues no creía poder tolerarlo. Pasó la mañana sentado en la fría piedra de uno de los pasillos de la fortaleza, el cual habría estado gustoso de conocer (la noche anterior, entre el revuelo y la agonía, tuvo tiempo de ver que la fortaleza contenía más de una decena de pasadizos), si no fuera porque no logró descansar más de media hora. La cabeza se le caía del sueño y sentía las piernas acalambradas. Sin embargo, no se atrevía a entrar a la habitación, por mucho que su deseo más profundo fuera dormir. De hecho, no creía ser capaz de volver a poner un pie en la habitación en toda su vida.

Llevaron el cuerpo del rey Harald a una sala privada, acompañados de la familia del mismo, pero a Raegar lo arrastraron fuera de la sala, por los pasadizos de la fortaleza, hasta llegar a la habitación que compartiría con su esposo..., o que debería de haber compartido con su esposo en su noche de bodas.

Boda. Qué palabra más absurda y lejana, en aquellas circunstancias. Raegar se dejó caer en el suelo, a los pies de la cama, y contempló el fuego que crepitaba con debilidad en la chimenea. No sentía calor. Tampoco sentía frío. No sentía nada.

Azariel llegó alrededor de las seis de la mañana, cuando el sol volvía a elevarse entre las nubes, iluminándolo todo a través de la niebla matutina. Estudió la estancia, en silencio, y sus ojos rojos cayeron sobre él. Raegar le devolvió la mirada.

De todas las personas en el mundo, él sabía exactamente cómo se sentía. Tuvo el impulso fugaz de ponerse de pie y abrazarlo, tocarlo, con la intención, aunque fuera en un nivel mínimo, de consolarlo, de asegurarle que alguien estaba allí para él. No importaba que no se conocieran o que sólo hubieran hablado dos veces en su vida: perder a un padre casi había destruido a Raegar y no quería que terminara con Azariel también.

—Su alteza...

—Eres tan estúpido como para aceptar un regalo de una desconocida—le espetó y la expresión de Raegar cayó en picada. Los latidos de su corazón se aceleraron, bombeando con fuerza en sus oídos—. Un regalo. De una desconocida. ¿O acaso fue tu intención asesinar a mi padre?

Se puso de pie de un salto. Azariel lo miraba con odio. Raegar no podía entender cómo había llegado a esa conclusión.

—Le recuerdo, alteza, que el collar iba dirigido a mí—respondió, lentamente. Le temblaba la voz, las manos y las piernas. El pánico era una mano invisible que apretaba su pecho y presionaba más y más. El príncipe no tenía piedad en sus ojos. No había reconocimiento—. Su padre me salvó...

—De tu propia estupidez—dijo con dureza—. Sal de aquí.

—Yo...

—¡Vete! Como tu futuro rey, ¡Te exijo que te vayas!

Raegar corrió hacia la puerta, sobresaltado por el volumen de su voz, rasgando el aire como un cuchillo.

Cometió el error de girar la cabeza y observarlo una última vez.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora