Capítulo 13

22 8 2
                                    

Alguien le muerde la nariz.

Ay. Raegar se frota el rostro con fuerza, enfadado. Luego, vuelven a morderlo. Da un manotazo al aire. Le responden mordiéndole el dedo.

—Saquenme estocosa de lacara—murmura, medio dormido, y alguien ríe—, sáquenmeesto.

—Si tan solo nos hicieran caso, su alteza.

Conoce esa voz. Raegar abre los ojos y los enfoca en Pod, sintiéndose ridículo. Un dragón de más de uno o dos metros se estira sobre su cama, mirándolo con ojos rajados. Crecen rápido. Sus alas son del largo del cuerpo de Raegar y es tan ancho que ocupa casi toda la habitación. Parpadea y vuelve a morderlo. La sangre gotea de su hombro y el dragón retrocede, satisfecho.

—Bastardo—murmura, pero el bebé suelta un gorgojeo.

—Yo no lo insultaría, su alteza. Ya pueden escupir fuego—añade, esquivando cuidadosamente a la bestia sobre su cama, para acercarse a él.

—Deja de llamarme así.

—Ah, pero usted es el rey, ¿No?

Recordando su última conversación, Raegar levanta la mirada, apenado, para descubrir que Pod sonríe.

—Me odias—dice, aunque su expresión demuestra lo contrario.

—Te odié—corrige el chico—. Cuando Terror sobrevoló el castillo, rugiendo, y te dejó a los pies de Azariel, dioses, Raegar. No te movías. Apenas respirabas. Tu dragón estaba como loco y quemaba todo lo que se encontrara a su paso. Azariel también estaba como loco.

—¿Se lastimó alguien?

Aunque recordaba que Azariel le dijo que no, la perspectiva de Terror quemando todo lo que se encontrara a su paso no se oía muy segura. Y su dragón jamás tuvo problemas con quemar hasta los cimientos.

—Sólo Azariel—respondió Pod, cuidadosamente—, pero él dijo que tú ya lo sabías.

Raegar tomó una bocana de aire y asintió. Sí. Lo sabía, aunque se le había olvidado, por un momento. Las vendas blancas. Comenzó a sentirse mareado.

—Oh, dios.

El dragón gruñó, nervioso, y Pod retrocedió con premura.

—Tranquilo. Supongo que tu dragón no tenía intención de hacer un daño real, porque no es tan malo como parece. El doctor lo curó mucho más rápido de lo que pudo curarte a ti.

Raegar intentó fijarse en los detalles. Se encontraba en una habitación que no le pertenecía, pero, suponía, debía pertenecer a la enfermería: su cama era grande, cubierta de diversas pieles y almohadas, y las ventanas y puertas se encontraban firmemente cerradas. La hoguera seguía crepitando, alta, y un montón de leña se apilaba en el suelo. Lámparas de aceite y contenedores de fuego y metal aparecían hasta en el sitio más recóndito, desde su mesa de luz, hasta las esquinas de la habitación, cubriéndolo todo. La luz se alzaba por sobre ellos, aunque, a través del vidrio, la luna gobernaba el cielo. Pod llevaba una blusa fina, los pantalones enrollados hasta la rodilla y, aún así, parecía que se ahogaba.

—Te estas muriendo de calor—dijo, y no era una pregunta—. Apaga un poco el fuego.

Pod puso los ojos en blanco y se sentó junto a él.

—No, el doctor dijo que debes permanecer lejos del frío hasta que estes absolutamente recuperado.

—Hacen cientos de grados en esta habitación.

—Y, aún así, no estas ni sudando. Créeme, está bien.

Raegar suspiró. El dragón soltó un lastimero gemido y se acurrucó sobre su cuerpo, plegando sus pesadas alas a los costados de su torso. Alzó una mano temblorosa y acarició sus escamas, de la misma manera en que Azariel había acariciado su cabello la última vez que despertó.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora