Capítulo 19

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Yacía tendido boca arriba, enfadado con el mundo y consigo mismo. Consigo mismo, por creerse las tontas cursilerías que había inventado su propia cabeza, la romántica ideación que terminaba por desilusionarlo cada vez, y, por otro lado, con el mundo, los dioses del Verano, del Invierno, o cualquier otro ente creador de las cosas tal y como se conocen, por el hecho de haber permitido el nacimiento de Azariel.

Había entrado a la habitación, horas antes, con una sensación de alivio descomprimiendo su pecho. En un principio, allí dentro hizo tanto frío como en el resto del Norte. Raegar dejó que sus ojos se movieran por la habitación, mientras se movía con lentitud junto a la puerta, y notó vagamente las frazadas de piel y de lana que yacían sobre la cama y los muebles de madera refinada. El latido de su corazón no coincidía con el ritmo de sus pasos, pues se desaceleraba, incontrolable, cada vez que Azariel se movía detrás de él y su respiración acariciaba la piel de su cuello. Por la bañera de agua caliente que aguardaba en la esquina de la habitación, cargando el aire de vapor y extendiendo el calor hacia los extremos en donde no llegaba el fuego crepitante de la hoguera, podía decirse que el cantinero había recibido órdenes muy específicas del trato que debían de tener hacia Raegar, lo que le hizo sonreír al pensar que, quizá, y sólo quizá, había sido Azariel quien se preocupó por su bienestar. La pequeña chispa de calidez le duró pocos instantes.

El cantinero salió por la puerta haciendo profundas reverencias y despidiéndose sin parar y, con él, se fue también su esposo.

—Nos veremos a primera hora de la mañana—dijo, sin mirarlo a los ojos. Parecía muy ocupado estudiando el funcionamiento del picaporte de la puerta de la habitación que, supuestamente, debían de compartir. Raegar no podía hacer más que quedarse allí, congelado, con la boca abierta y el corazón en la mano por todas las ideas que invadieron su mente momentos antes. Si había esperado una reconciliación de algún tipo, estaba equivocado—. Vendré por ti. Si quieres comer algo, o si necesitas...—hizo una pausa. Se tomó un instante para alzar la mirada, encontrándose con la expresión desolada, casi llorosa, de Raegar. Pareció dudar—. Raegar...

—Entiendo—contestó, desviando la mirada hacia el cielo raso—. Llamaré a alguien a quien le importe..., a quien le importen mis necesidades. Vete.

—Raegar...

—Ahora.

Azariel salió de la habitación y cerró la puerta con suavidad. Raegar esperaba que se encontrara lejos, muy lejos, del cuarto, porque sería desafortunado que, además de despreciarlo sin más, lo oyera llorar.

Se sumergió en el agua ardiente durante largos minutos, fantaseando con estar bajo el sol, sobre las pieles de un dragón. Pensó en sus hermanos, en su castillo. Añoraba tanto..., ¿Qué? No estaba del todo seguro. Ya no se sentiría cómodo en caso de verse obligado a regresar a sus tierras, pero tampoco se hallaba allí, en las montañas heladas y las capas profundas de nieve.

No era nada, no le importaba a nadie.

¿Acaso tendría que seguir atascado en este pensamiento para siempre? ¿Las cosas no mejorarían?

Si había alguna estúpida profecía en su vida que lo condenaba a la miseria, Raegar haría lo que fuera para cambiarla, para cambiar su destino..., no le importaba dónde, ni cómo, sólo quería sentirse seguro, sentir que pertenece y, de hecho, es parte de algo. Secretamente, había soñado gran parte de su vida con algo más grande que él, un gran amor que lo consumiera todo, sus tristezas y problemas, y ahogara la soledad que cargaba consigo desde que era un niño. Sólo había querido compañía. Era lo único que siempre esperó de Azariel y, sin embargo, parecía ser lo único que éste no estaba dispuesto a darle.

¿Cómo era posible que el chico lo dejara allí, como si no significara nada? Se sentó en la cama, ignorando la manera en que las lágrimas caían sobre sus mejillas. Por primera vez, no le daría espacio al dolor.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora