Capítulo 7

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La ceremonia había sido simple y rápida. Azariel se veía esplendido con su traje color marfil y el encaje en las mangas: Raegar vestía un traje blanco, con encaje en los bolsillos y bordes, que era cómodo y permisivo en cuanto al movimiento; ambos se pararon sobre una tarima que se elevaba casi medio metro por sobre la población que los observaba con expectación y asombro, viéndolos intercambiar sus votos y jurar ante los dioses de ambos reinos. El príncipe heredero tomó la corona original de Raegar, de oro y rubíes incrustados, y la sostuvo con delicadeza mientras él hacía lo mismo con la suya. El dorado resaltaba en el cabello negro de Azariel. Raegar descubrió que no podía apartar los ojos de él.

Cuando el Obispo terminó de recitar el discurso nupcial y nadie se alzó para impedir el matrimonio, llegó el momento de cerrar la ceremonia.

—Yo, Raegar Dargnell, el segundo de su nombre—comenzó a decir, metiendo la mano en la vasija de fuego que el Obispo del norte, con cierto temor en las facciones, extendía hacia él—, me entrego a ti en poder y en vulnerabilidad. En los tiempos de verano y en los tiempos de invierno. Sagrada será la unión consagrada por el fuego—terminó, tomando la mano temblorosa de Azariel, que parecía intentar resistir la tentación de apartarla.

Raegar respiró profundamente, aliviándose al ver que el carbón y las llamas no producían efecto sobre la piel del príncipe heredero, tal y como su hermano había supuesto. La deslizó sobre la cara interna de su antebrazo y esperó a que el negro se impregnara en su piel. Luego, devolvió las llamas y retrocedió.

Azariel se observó el dragón que comenzaba a dibujarse sobre la piel tierna de su brazo. El Obispo le tendió los anillos, obligándolo a despegar sus ojos.

—Yo, Azariel, te quiero a ti como legitimo esposo, Raegar, y prometo serte siempre fiel en todas las alegrías y las penas, en la salud y en la enfermedad, por el resto de mi vida—recitó, colocándole los anillos, y pronto el Obispo dijo:

—Puede besar al novio.

Ninguno se movió.

Raegar lo miró, asustado, y Azariel le devolvió la mirada con determinación. Los centímetros de distancia entre ambos se sentían como yesca, lista para arder ante el primer indicio de calor, y Raegar era una llama viva. Suspiró por lo bajo cuando Azariel llevó las manos a su rostro, acariciando la piel sensible debajo de sus orejas, y lo acercó, poniendo su boca cálida sobre la suya. Es el primer hombre que lo besa y sabe, de alguna manera, que también será el último. No podría besar a nadie más. No cuando se siente así.

Azariel se separa y la catedral estalla en aplausos, con los colores danzando entre la gente, tiñendo la sala de azul y rojo. Son aplaudidos mientras caminan por el pasillo y salen al exterior, siendo golpeados por un viento que ya no se siente tan dañino, no cuando el chico junto a él lo toma de la mano con fuerza, como si no quisiera dejarlo ir. Se dejan llenar de alabanzas, palabras bonitas y abrazos, para luego comenzar a deslizarse lentamente dentro del castillo.

El príncipe heredero no lo suelta, aun cuando las puertas se cierran y se encuentran solos ante la fortaleza de Yrigoy. Ya no debería llamarlo así, piensa Raegar, medio atontado. Aquel príncipe heredero había pasado a convertirse en su esposo.

—Estoy cansado—admitió Raegar con un gemido—, ¿Cuánto se supone que dura el banquete?

—Horas—le respondió Azariel, volviendo la cabeza para mirarlo con detenimiento—, pero para eso está el vino.

—No me gusta.

—¿Qué?

—No me gusta el vino—repitió, arrugando la nariz—, no me gusta cómo me hace sentir.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora