Capítulo 22

16 7 2
                                    

Faltaban horas para llegar a Silverwood cuando Azariel le pidió que apartara a Terror del pueblo. La última vez que Silverwood había divisado la sombra de un dragón, sobrevolando los bosques y terrenos baldíos, se habían sumido en la crisis más grande que aquellas calles habían visto. Casas tomadas, osos quemados, árboles cayendo al piso: Raegar lo encontró un pedido coherente, aún si Terror lo miraba de una manera defraudada que le hacía sentir vergüenza de sí mismo, y una frustración inevitable hacia las personas que no sabían diferencias entre él y sus familiares, vivos hace miles de años atrás. Le aliviaba saber que Terror no le había echo caso, al menos no del todo; si bien se mantenía lejos (Raegar podía divisar su sombra en la distancia, aún si la niebla crecía y crecía a medida que se internaban más y más en el bosque), sabía que merodeaba la zona, rasgando el suelo y gruñendo por lo bajo. Podía sentirlo en el estómago, como si fuera su mismo cuerpo el que recibía los zarpazos furiosos de Terror. O, quizá, eran los nervios. La entrada alta y fornida del pueblo comenzaba a aparecer a la vista de la comitiva.

Raegar comprendió que había sido una buena decisión alejar a Terror tan pronto llegaron al claro. El fuego de dragón fácilmente era confundido con el fuego común y corriente, pues ambos se veían igual, y su uso desmedido llevaba a la misma consecuencia, la destrucción absoluta. Sin embargo, la gran diferencia entre ambos radicaba en la potencia del mismo. El fuego común y corriente se volvía inofensivo frente al fuego de dragón, cuya esencia permanecía en las ruinas por miles de años, haciendo que las mismas sean incapaces de reconstruirse. Sobre sus cimientos, perduraba la muerte. El pasto no volvía a crecer, los árboles se apagaban en las cenizas por siempre, el viento adhería al humo como propio. Raegar jamás había visto los efectos en persona.

La puerta se alza rústicamente sobre montones de tierra de color negro. El primer pensamiento de Raegar fue que así debería de verse el castillo del rey del Norte, y luego se le ocurrió, consumido por un desagradable sentimiento de pavor y dolor, que quizá lo había sido, en un pasado: parecía haber sido construido a una escala gigantesca, pues sus torres y sus colosales muros son escarpados y altos como las montañas que encerraban al bosque y al pueblo; en la cima de sus estructuras, se hallaban puntos de vigilancia, con ballestas descomunales que, desde aquella distancia, parecen tan pequeños como ellos en comparación al enorme castillo. Desde afuera de la puerta de entrada, es lo único que puede verse. Pero, incluso si las vistas de los muros principales ocultan el resto de la estructura, Raegar puede ver los vestigios del fuego. La mayor parte de las torres se encuentran abultadas, dobladas y quemadas, y el metal de las ballestas y la piedra negra de los puestos de vigilancia caía deformado sobre las paredes, en formas fantasmagóricas de lo que alguna vez habían sido.

Si no lo sabría mejor, Raegar hubiera pensado que se encontraba abandonado. Podía oler el humor en el aire, aunque no había incendio a la vista. Debido al calor extremo de la llama del dragón, el castillo adquirió una apariencia carbonizada y derretida. No había forma posible de que las personas lo habitaran de manera voluntaria, pero Raegar descubrió que sí, pues el pueblo allí se encontraba, a los pies del montón negro que alguna vez había sido un castillo glorioso, sucio por las cenizas, enojado.

Parecía imposible creer que la vida continuó después del ataque. Sin embargo, el pueblo del Norte edificó sobre los suelos grises y negros, levantando nuevas casas, tiendas, establos, graneros, detrás de los muros. Uno pensaría que, de alguna manera, los nuevos colores recobrarían la vida del paisaje, pero el contraste conseguía el efecto contrario. Parecía que habían construido la ciudad sobre un cementerio.

Raegar pudo ver poco de las calles. El oro, la plata y el bronce captaron la atención, avanzando como una bandada feroz hacia las puertas del castillo. Parecía que el torreón borroso de personas jamás se detenía: más de trescientas, la élite de los abanderados, los jinetes, los vasallos, las espadas leales y, justo al final, su carruaje y el de Azariel, avanzaban entre banderas de osos y dragones.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora