Capítulo 3

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—Te considerarán impertinente—dijo su hermano, observándolo con ojos críticos. Se había cambiado la ropa del viaje, reemplazando las escamas por prendas de seda. El cabello dorado le caía sobre la gargantilla de oro y el cuello alto de terciopelo. Calyssa, a su lado, parecía radiante de felicidad, con el abultado estómago marcándose en la tela de su vestido verde. Raegar traía la mata de rizos rubios, casi blancos, despeinada sobre su uniforme de cuero negro, hecho de escamas y cuero. Habría optado por algo más adecuado, quizás ropas de seda hiladas en oro o armaduras pequeñas y brillantes, pues los dioses sabían que no dio una buena impresión (se la pasó en un silencio atontado, temblando por el frío, sin dejar de ver su entorno con la boca abierta), pero traía las garras de los dragones bebés clavadas en su espalda y en su brazo. Cada uno medía alrededor de medio metro, tanto en ancho como alto, pero el tercer hermano, el más grande y orgulloso, se tendió junto al fuego cuando Raegar anunció que se retiraba, dedicándole una mirada algo altanera, como si se preguntara qué tenía que ver una criatura como él en el negocio de la vida humana. Debería haberlo dejado a su suerte en el reino del verano, pero jamás era una buena idea que los dragones crecieran sin sentido alguno de lo que era la vida humana. En más de una ocasión se presentaron dragones salvajes incapaces de ser controlados (Terror era un ejemplo de ello) y las consecuencias, para los humanos, solían ser severas. Necesitaban, entonces, aprender a convivir con especies más débiles y comprender los límites de la vida del otro.

Eso y el hecho de que aparentemente tenían más similitud con los niños humanos de lo esperado. Los dos hermanos sobrantes se asieron a su pecho tan pronto tocó el picaporte, clavándole las garras tan profundo que él no dudó en que ninguno quería ser dejado a su suerte de nuevo. Volvió sobre sus pasos, se cambió la bonita ropa que había preparado la última hora, y se colocó su uniforme de vuelo. No le interesaba si le consideraban una persona impertinente por atender a quienes lo necesitaban. Tendría que vivir con ellos por el resto de su vida: era mejor que comenzaran a conocerlo desde el primer instante.

—Será que lo soy—respondió, medio enfadado, medio divertido. El dragón balanceó la cabeza por sobre su hombro y miró a su hermano con ojos aburridos—, ¿Vamos?

El hombre que aguardaba por ellos al final del pasillo ahogó un grito al verlos aparecer entre la penumbra. Guio el camino unos pasos más adelante, casi corriendo a través del suelo de piedra, y llegó ante la puerta que daba al salón con un suspiro de alivio. Raegar pensó que era terriblemente exagerado.

La sala principal del castillo estaba llena de humo, que provocaba un efecto extraño sobre las lámparas de aceite, y el aire cargado de olor a carne asada y a pan recién hecho. Los estandartes cubrían los muros, de colores rojo, dorado y negro, que representaban al reino de Dargnell, en donde los dragones volaban sin dirección, y otros de colores azul, blanco y negro, con osos cubriendo los espacios vacíos. Había trovadores tocando el arpa al tiempo en que recitaban una balada, pero en aquel rincón de la sala apenas se les oía, por encima del crepitar de las llamas, el estrépito de los platos y las copas y el murmullo de montones de conversaciones a la vez.

Al entrar a la habitación, Raegar notó que ésta parecía dividida en dos, como si un muro invisible se alzara a mitad de la sala.

Por un lado, se habían asentado los lores, miembros de la corte y vasallos del sur, cuyas estadías en el norte se debía al alto cargo que ostentaban y que finalizarían el día siguiente a la boda, momento en el cual partirían con el rey Jaeno y los invitados que llegarían en los días más próximos. Por otro lado, estaba la larga mesa de madera de roble colocada sobre una tarima, en la cual aguardaban, entre conversaciones más tranquilas y sonrisas sinceras, la familia real del norte, con tres asientos libres que llamaban la atención. Milo y Jon también se encontraban allí, para sorpresa de nadie, y algunos maestres y hombres del ejercito que él desconocía. A los pies de la tarima, se extendían más mesas, en las cuales los habitantes del norte ocupaban su sitio en silencio. Parecían estar esperando. Raegar descubrió qué esperaban cuando puso un pie en la habitación y, de pronto, reinó un ambiente de funeral.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora