Capítulo 9

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Tuvo pesadillas por noches. Estuvo descompuesto por días. Asistió a la coronación de Azariel lo suficiente como para no desmayarse, pero pronto volvió a la habitación. Su hermano había marchado días atrás, con la intención de reagrupar sus tropas y organizar nuevas estrategias de batalla: la fiesta y la alegría parecían haberse ido con él. O con el rey Harald, quizá.

El entierro fue dos días después de la boda, tan solo tres días antes de la coronación de su hijo mayor, que resultó darse en privado, en presencia de los miembros de la familia del norte y los vasallos más leales. No se siguió ningún protocolo; pusieron la corona sobre la cabeza del joven y recitaron los antiguos testamentos. Raegar, por otro lado, fue coronado a la par con la corona que Azariel le obsequió en la mañana de su boda, aunque éste no pareció percatarse de aquel detalle. Intentaba pasar desapercibido, tal y como había hecho en el entierro del rey, agazapándose detrás de Azariel, con los labios tan cerrados que bien podrían haber permanecido cerrados para siempre, mientras veía cómo cubrían los ojos del rey con monedas y lo enterraban bajo tierra, en el cementerio de la familia real. La nieve caía con densidad, tapándolo todo a su paso, como si quisiera borrar los recuerdos de sus cabezas. También nevaba el día de la coronación. El clima parecía tan cansando como ellos.

Todo le recordaba a su padre, ahora más que nunca. El rey Harald había sido sepultado, pero su padre fue quemado por su propio dragón, que murió meses después al destrozarlo la pena. A pesar de las diferencias entre las ceremonias, el dolor que invadía las expresiones de los familiares y amigos del rey Harald poseía la misma profundidad. Y Raegar no creía poder soportar otra perdida.

El primer mes fue el más difícil.

El rey Azariel no quería verlo en sus aposentos, razón por la cual él no volvió a acercarse. Se encerró en la biblioteca durante el día y en su habitación durante la noche. Los dragones bebés crecían a una velocidad alarmante, superando el metro de altura, y Raegar, con cierto pesar, comprendió que ya no podía mantenerlos en su habitación, no cuando reducían a cenizas cualquier artefacto que se encontrara en su campo de visión y su apetito comenzaba a ser el de un dragón adolescente. Entonces, una semana después de la coronación, se calzó las prendas más gruesas de su baúl y abandonó el castillo a primera hora del día, con los dragones aleteando detrás de él. El frío ya no surtía un efecto tan extremo sobre su piel, pues sus alas eran más gruesas, pero el viento les dificultaba mantener su vuelo direccionado.

Terror no parecía contento con ellos. Envolvió a Raegar con su cola y lo mantuvo en su sitio mientras suspiraba hacia él, derritiendo el frío que endurecía sus músculos. Apartó de un zarpazo al dragón bebé que intentó acercarse a Raegar en busca de alguien de confianza.

—Oye—murmuró.

Era la primera vez que hablaba en días. Sentía la voz rasposa, seca. Terror gruñó por lo bajo. Debía de estar volviéndose loco allí arriba, sintiendo su angustia y el olor agrio de la soledad, sin poder hacer nada al respecto.

"—No, no, escúchame—le pidió, tomando sus dientes con las manos. Sus colmillos eran del tamaño de su cuerpo. Apenas era una mancha insignificante en la visión de Terror y, aún así, este lo trataba como si fuera el ser más especial del planeta—. Te necesitan, ¿Sí? Yo te necesito. No puedo tenerlos conmigo, no dentro del castillo.

"—No porque no quiera—se apresuró a aclarar, cuando uno de los dragones, el más grande, lo miró con una intensidad que le provocó vergüenza—, lo prometo. Pero el castillo está de luto y lo que menos necesitan son nuevos problemas. El rey está muerto.

Terror hizo un ruido bajo, frotándose contra su pecho. Raegar lo acarició con cuidado.

"—No soy yo quien necesita consuelo—dijo.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora