Capítulo 15

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Terror no aleteó al recibirlo, ni se acercó a él. Muy por el contrario, se irguió en todo su esplendor, rasgando sus ojos para tener un mayor control sobre la luz del sol, que se había decidido aparecer por primera vez en días. Raegar creía tener una idea de lo que le sucedía. Eran pocas las ocasiones en que su amigo mostraba algún ápice de sentimientos humanos, siempre relacionado al vinculo que compartía con él, tan estrecho y fuerte como el de un hermano: solía mordisquear a los dragones que se atrevían a gruñirle demás, intentar comerse a los pobres muchachos que le daban pelea en el campo de batalla y escupir fuego a las torres de sus hermanos cuando lo hacían sentir particularmente irritado; más que una mascota para él, como Azariel creyó en su momento, era Raegar quien ocupaba ese lugar, mientras que Terror no era más que una especie de dueño protector de un débil humano.

Intentó ser casual al respecto. Ignoró la forma en que las aletas de su nariz se hinchaban abruptamente, el chasquido de su lengua y la manera en que sus garras se clavaban en la tierra cubierta de nieve. Lo abrazó por el cuello, soltando un suspiro de alivio ante el tacto riguroso de sus escamas bajo la yema de sus dedos, y sonrió. No tenía mucho tiempo para conversaciones sobre por qué olía como cierto chico que su dragón había intentado quemar días atrás. El sol había salido hacia pocos minutos, casi al mismo tiempo en que Azariel abandonó la habitación en silencio para cumplir con sus deberes como rey, y Raegar tenía poco más de treinta minutos para desobedecer las órdenes del médico, antes de que Pod tocara su puerta e intentara despertarlo.

Había suplicado para salir, pero Azariel era tan flexible como el hielo, manteniéndole la mirada con firmeza, sin molestarse en continuar repitiendo la palabra "no", por mucho que Raegar preguntara una y otra vez. Y éste sabía que tenía razón, en parte. Aún no se recuperaba del todo, los moretones le hacían apretar los dientes, el dolor de sus costillas era casi intolerable y siempre que tomaba una bocanada de aire, su pecho comenzaba a arder, como si aún se encontrara bajo el agua. Pero estaba harto de pasar sus días encerrado en el castillo. Jamás había tenido normas que obedecer, mucho menos normas tan aburridas como las de Azariel, que incluían, en su gran mayoría, "comer bien", "mantenerse caliente (y no de una buena manera)" y "quedarse dentro de los límites del castillo".

Ahora que lo pensaba, aquella montaña debía de encontrarse dentro de los limites del castillo. Por pequeños tecnicismos, que le harían ganarse más de una mirada de disgusto por parte de la corte real, Raegar se encontraba cumpliendo las reglas. A su manera. Pero cumpliéndolas de todas formas.

Intentaba no pensar en el hecho de que su rebeldía se debía, en gran parte, ante el trágico descubrimiento que había alcanzado ayer por la noche, a altas horas de la madrugada. Raegar se despertaba todos los días levemente esperanzado, abría su puerta con una sonrisa y le preguntaba a Pod qué actividades tenían para aquella mañana, sólo para descubrir, como su amigo le informaba con una expresión desoladora, que aún no habían llenado su agenda. Al principio, se enfurecía cada vez, pensando que, quizá, Azariel mintió cruelmente al decir que quería estar con él, manteniendo las líneas de la hoja en blanco para que no tuvieran la ocasión de pasar tiempo juntos durante el día. Era algo sencillo de creer, considerando que Azariel apenas y sí se había aparecido las últimas dos noches en la habitación que compartían. También existía la posibilidad de que la maldita corte lo creyera demasiado incompetente como para cumplir cualquier tarea..., ante lo cual Raegar debía de hacer oídos sordos, pues, en caso de pensarlo demasiado, posiblemente terminaría por estallar su mínimo autocontrol y enviar a un bebé dragón para espantarlos hasta las lágrimas.

Pero, aunque la idea le apretara el pecho y lo llenara de angustia, se encontró divagando en que quizá..., y sólo quizá..., bueno, realmente nadie sabía qué hacer con él. No tenía lugar allí, más allá de su título como esposo inservible del rey. No lo querían en los consejos, ni en los actos o las reuniones con el gran duque o el marqués. No por desprecio, al menos no únicamente, sino por una especie de desacuerdo cultura, diría su hermano. Raegar no se imaginaba sentado a la elegante mesa, y posiblemente Azariel tampoco lo hacía, avergonzándose de cómo podría comportarse.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora