Capítulo 20

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Aún si resultaba encantador el tocado sobre la amplia y larga mesa de madera de pino, que representaba una danza entre osos y dragones, bordados por hilos de piedras preciosas y tela gris oscura y dorada, así como la calidez que desprendía el hogar detrás del asiento del señor de la familia Wales, quien, junto con el titulo de señor de las tierras de Sandingham, poseía el honor de llamarse a sí mismo guardián del Norte, Raegar no podía evitar que las miradas desagradables y crueles que se le eran dedicadas le arruinaran por completo la perspectiva de un banquete delicioso y un calor abrasador que el paisaje del Norte no podía proporcionar.

Raegar debía de admitir que seguían pareciéndole extrañas muchas de las costumbres del reino del norte, si bien llevaba allí mucho más tiempo del que pensaba. Por ejemplo, además del por qué los osos no eran mantenidos por la familia real, en las enmendaciones del castillo, como los dragones, el que existiera otro guardián, además del mismo rey, le provocaba dolores de cabeza inimaginables: sólo le demostraba que había desperdiciado tiempo valioso en sobre pensar su posición junto con el rey Azariel, en lugar de buscar informarse como era debido respecto a las tradiciones y los títulos reales del reino. Jaeno, como su padre antes de él, y los reyes antes de éste, hacían ostentación no sólo del titulo de altea real, sino, también, de ser protectores del reino, velando por la prosperidad y el bienestar de su pueblo. Por supuesto, eran más que comunes otros puestos, de menor rango, a los cuales les eran delegadas diversas responsabilidades, pero no una tan grande como la que el guardián del norte parecía poseer.

Raegar sí estaba familiarizado, por el contrario, con el disgusto. Más específicamente, con el disgusto que se dirigía a él.

No le generó sorpresa alguna la manera en que el señor de la familia, Petyr, lo miró al sentarse en la mesa, de arriba abajo, como si pudiera ver los restos de sol y calor en sus mejillas, ni en cómo la señora de Wales, Alysa, dedicaba sonrisas encantadoras y radiantes a todo aquel que no fuera Raegar. Sus hijos, eran otra historia. Mayores que él, mucho más anchos, fuertes, preparados para odiar a los habitantes del reino del verano y juzgar a cualquiera que no pareciera capaz de combatir cuerpo a cuerpo y vencer; el heredero al titulo de su padre, de mandíbula cuadrada y ojos fríos, rozó su mano al saludarlo y se apartó de él tan de prisa que bien se podría decir que Raegar tenía la peste. El otro, lo saludó con una reverencia y, al Azariel darse media vuelta, se inclinó y susurró algo al oído de su esposa, que la hizo reír.

Si bien el amor y el cariño sobraban en el reino del verano, Raegar era el más pequeño de sus hermanos, el más extraño, siempre prefiriendo encontrarse sobre el lomo de un dragón en vez de reuniones sociales, como su hermana, o en una arena de combate, como Gajeel, o en la biblioteca, como Jaeno. Lo querían, sí, pero por ser hijo de su padre, no porque lo prefirieran antes que a cualquiera de sus hermanos o porque él fuera una persona excepcional.

Entonces, mientras Azariel se ponía cada vez más tenso y enfadado, y Jon, Pod y Milo apretaban los labios y le recordaban su presencia a los señores de Wales, haciéndole preguntas o trayéndolo a la conversación, Raegar decidió ignorándolos, centrándose en la satisfacción del calor sobre su piel y la buena comida en su boca.

Y vaya que era buena comida. Aparentemente, Sandingham era el proveedor de carne al resto del reino. Sus antepasados habían adaptado montones de hectáreas para que el frío no fuera mortal y los animales sobrevivieran sin dificultad alguna, mientras que sus hombres, entrenados desde pequeños, se especializaban en la cacería y el desollamiento. Raegar observó, mientras Pod susurraba toda la información en su oído, cómo los sirvientes traían fuentes llenas de pavos, cinco en total, rellenos de castañas, salvia, cebolla y jamón, bañados en salsa de pan y arándanos. Acompañados por un buey asado con timbal de verduras y papas, los platos fueron limpiados con prontitud, pues el viaje, desde la última posada, había sido el más largo hasta el momento. La conversación pasó del padre de Azariel a los próximos territorios a visitar, y la puerta se abrió y los sirvientes volvieron a ingresar por ella, trayendo consigo una bandeja con una corona de mousse de jamón, ensalada de rúcula, jamón de Parma con melón, judías verdes con huevo de codorniz y ensalada de ave. Raegar sentía que iba a explotar de lo lleno que estaba. Hasta el momento, había sido fácil ignorar la conversación, centrado en los bocados que llevaba a su boca, pero, una vez que se recargó contra el respaldo de su silla y alzó la mirada, evadir al resto de los presentes le resultó imposible.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora