Capítulo 11

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—Su alteza...—Pod entró a la habitación, con los labios apretados, y, cuando Raegar divisó el paquete que sujetaba entre sus manos, puso los ojos en blanco, dejándose caer nuevamente sobre la cama.

—Tíralo—dijo.

—Pero....

—Tíralo por ahí—sacudió la mano, cansado, y Pod asintió, depositando el paquete junto a la otra docena de regalos que Raegar había recibido desde que se despertó, tan solo dos horas antes. No era la precisa definición de tirarlos que él tenía en mente (lanzarlos uno a uno por la ventana, para que cayeran frente a las puertas principales, por si al rey se le antojaba dar un paseo aquella misma tarde), pero ya no se los depositaba en la mano, como había hecho con los primeros cinco. Sin embargo, pronto deberían de hacer algo al respecto. En diferentes tamaños y formas, todos firmados con el nombre de Azariel Hartz, comenzaban a ocupar un cuarto de la habitación, apilados elegantemente contra su mesita de noche. La simple imagen daba a Raegar náuseas. No entendía cómo el rey podía ser tan idiota, o creerlo tan material.

¿Se creía que iba a olvidar las humillaciones a costa de un par de regalos? ¿Que podía comprarlo, acaso? ¿O era una especia de expiación de culpa por haber olvidado su cumpleaños? Sea como sea, hacía que él lo odiara cada vez más. Pod no lo comprendía, por supuesto, porque para él el benévolo y gran benefactor rey Azariel no tenía ni una gota de mala intención en su cuerpo, pero Raegar lo sabía mejor. No entendía qué clase de persona pregonaba querer solucionar problemas, sin presentarse él mismo a solucionarlo.

Enviaba a sus sirvientes como si un Raegar molesto y triste le fuera insignificante, como si fuera innecesario gastar tiempo en presentarse y disculparse apropiadamente.

¿O pensaba que lo quemaría tan pronto se parara al frente suyo? Porque era una probabilidad, también. Los dioses sabían que empezaría una guerra entre reinos, pero lo dejaría dormir tranquilo por la noche.

Volvieron a llamar a la puerta. Antes de que Pod se aproximara a abrirla, Raegar se levantó de un salto y tiró de ella con fuerza. Otro regalo. Le puso mala cara al sirviente, para luego tomarlo y lanzarlo por sobre su hombro. Si el hombre estaba sorprendido, no lo demostró. En cambio, soltó un suspiro derrotado.

—Le diré al rey que la decimo tercera es la vencida—dijo, encogiéndose de hombros—, ¿O era la décimo cuarta?

—Decimo tercera—ofreció Raegar con una sonrisa pretensiosa—. Dile que quizá al número mil lo logre.

El chico torció el gesto, viéndose decepcionado.

—Lo tendré en cuenta, su alteza.

—De todas formas, ya no estaré en mi habitación.

Regresó sobre sus pasos para tomar su abrigo de escamas y los guantes de cuero, y Pod se interpuso entre él y la puerta con un gesto de alarma.

—Su alteza, se le ha dicho explícitamente...

—No me importa qué se me haya dicho—espetó, no sin cierta gentileza, y rodeó al chico para llegar a la puerta. Dentro de su pecho, entraba en ebullición un sentimiento que parecía haber cosechado desde su primer día allí, una especie de resentimiento que daba paso a lo ilógico, lo apresurado—. Y creo que debo recordarte que yo también soy el rey, Pod, aunque me respetes en menor medida.

Pod retrocedió como si lo hubiera golpeado.

—No, su alteza, yo jamás...

—¿Seguro? —preguntó, deteniéndose ante el umbral de la puerta. El sirviente intercalaba la mirada entre ambos con un gesto de preocupación. Seguro que correría a contarle cada detalle a su amo tan pronto él desapareciera—, porque, si mal no recuerdo, lo único que haces es repetirme lo que el rey Azariel quiere. Yo también soy el rey. Haré lo que me plazca.

Cruel invierno |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora