Capítulo XXIX: ¿Ella fue quién te hizo daño?

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Nadie se había aparecido en su habitación luego de la explosión y eso, pese a parecerle extraño, no le impidió arrastrar sus pies por los pasillos del Palacio Infernal

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Nadie se había aparecido en su habitación luego de la explosión y eso, pese a parecerle extraño, no le impidió arrastrar sus pies por los pasillos del Palacio Infernal. La cabeza le daba vueltas y cada vez que parpadeaba creía ver destellos de fuego calcinar sus pupilas y entumecer sus músculos. Caslya apenas había sido capaz de limpiar su rostro ennegrecido por el hollín con un delgado trozo de tela —que Morrigan había tomado de la habitación— y enfundado su cuerpo, aún sucio, en un vestido color salmón que ella misma había tomado de entre la ropa destruida.

—¿Puedes andar? —Morrigan volteó hacia ella y ella solo la oyó cuando la volvió a llamar—. Caslya, podemos detenernos si...

Pero ella negó con la cabeza incluso antes de que la sierva terminase de hablar. Sabía que el tiempo estaba en su contra y que las manecillas del reloj no se detendrían a esperarla. Por primera vez desde que estaba allí, tenía el poder de ayudar a Gideon y no iba a permitir que su dolor le impidiese hacer lo correcto.

—Estoy bien —aseguró. No podía dudar sobre ello, incluso cuando un inquietante murmullo habitaba en sus pensamientos y la obligaba a morder el interior de su mejilla, desesperada por mantenerse alerta—. Sigamos, por favor.

Durante un segundo, Caslya observó cómo la contradicción arrugó el semblante ajeno. Morrigan vacilaba ante sus palabras. Sabía que lucía fatal, que sus piernas flaqueaban y que su mente estaba al borde de quebrarse, pero su voluntad se sentía más fuerte que nunca y cuando dio un paso hacia delante, la de cabello blanquecino le sonrió.

—¿Qué sucede? —peguntó.

—Solo estoy feliz de haberte conocido —confesó. Luego, y sin esperar a que ella pudiese responder, tendió su brazo en su dirección—. Sujétate. Te ayudaré a andar.

La castaña no se negó cuando la mujer la sujetó por la cintura y la ayudó a avanzar. El corredor frente a ella estaba vacío, solo los kenás deambulaban de un lado a otro; desorientados y perdidos, ni siquiera se inmutaron ante ellas. Aquello no la extrañó, al fin y al cabo, Valesia se lo había dicho durante su primera cena: «Están atados a mí. Todos ellos»; con su norte inconsciente, la multitud de ojos deambulaba como boyas en el mar. De todas formas, ¿dónde estaban los guardias que tantas veces la habían arrastrado de regreso a su habitación? ¿Por qué no había nadie abalanzándose hacia ellas, preguntando por la reina? No había forma de que la explosión hubiese pasado desapercibida, no cuando los vidrios habían estallado y las paredes colapsado. Algo debía estaba pasando, solo que ignoraba el qué.

Interrumpiendo sus pensamientos, Morrigan habló:

—Movámonos con cuidado —le dijo—. Algo está sucediendo, lo notas, ¿no es así?

Ella asintió. Sabía que la sierva no había leído su mente porque de haberlo hecho, ella la habría sentido, no obstante, un ápice de complicidad se acentúo en su pecho al oír que pensaban igual.

Guardianes de Almas. #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora