19. Anna: Hasta que no tengas dudas

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Los tacones resuenan en el pavimento como un tambor enfurecido, marcando el ritmo acelerado de mi corazón mientras me alejo de la galería de arte con una desgarradora sensación de ira y pérdida anticipada. Pido un taxi en medio de la calle, sintiendo el frío de un atardecer de invierno colándose por las rendijas de mi abrigo, helándome los huesos. El corazón hace poco que comencé a notarlo más frío de lo habitual, como estos años atrás, y por desgracia sé que la causa no es el frío ni el invierno.

Entro al coche blanco que se ha detenido junto a la acera, le indico la dirección y me arrebujo en el abrigo, encogida en el asiento tan pequeña como si hubiera saltado al pasado, a esa niña frágil y fácil de romper. Supongo que el amor es lo que tiene, da igual lo fuerte que te hayas vuelto con el tiempo, siempre rompe algo nuevo que creías inquebrantable. Siempre se encarga de demostrarte que contra él no hay nada que hacer por muchas corazas que construyas.

Cuando llego a la dirección del piso de Gianni, le pago el viaje al taxista y el aire cortante del exterior me hace temblar, aunque poco tiene de parecido con el temblor que me sacude por dentro. Evito el ascensor y subo las escaleras para tener alguna razón distinta que justifique mi respiración descontrolada. Pulso el timbre de su puerta varias veces. Suspiro, no es momento de llorar ni de ser débil. Debo protegerme. Me he esforzado. Lo he hecho y mucho. Por evitar este sentimiento, por aceptarlo, por asimilarlo, por alejarlo y por conservarlo. Pero no me he esforzado lo suficiente por olvidarlo y puede que, después de esto, sea lo que me toque hacer.

Sin embargo, no hay ruido ni rastro de vida en el interior de su piso. Me quedo de pie en el rellano de esa planta, que da directamente al exterior, sintiendo el peso de la desilusión aplastándome como una losa. Joder. ¿Cómo hemos llegado a este punto? La imagen de Livia en la galería de Kai, de nuestro proyecto, y su mirada de sorpresa al verme allí han sido la gota que ha colmado el vaso, el golpe de realidad de que quizás he sido una estúpida ingenua al confiar en un tío tan difícil como Gianni.

Una marioneta en sus manos.

Pasado un rato en el que me olvido del frío, del cansancio y de todo lo que me rodea, un ruido en las escaleras me saca de la tortura mental en la que estaba sumida, y levanto la mirada para encontrarme con Gianni. Vestido en chándal, sudado por el ejercicio. Enarca las cejas al verme plantada frente a su puerta y nuestras miradas se clavan en los ojos del otro. Lo noto en mis carnes. Noto la rabia de que mi imagen se asemeje a las veces que veíamos a Hazel esperándolo en el rellano. Y también noto el vuelco que da mi corazón en su presencia, la triste esperanza de que tenga una explicación creíble.

—¿Qué haces...?

—¿Qué se siente, Gianni? —lo interrumpo modulando el tono de mi voz para que no se quiebre en pedacitos—. ¿Qué se siente al tener a otra chica en el rellano de tu piso, muerta de miedo por todas las dudas que te carcomen o por las estupideces que haces para controlar cada situación?

—¿De qué estás hablando? —pregunta arrugando el entrecejo. Tiene el cabello húmedo por el sudor y, aun teniendo ganas de huir y no volver a verlo jamás, me preocupa que se resfríe por el viento que corre en el rellano.

—Explícame qué hace tu hermana trabajando para Kai, en la galería que te conté que expondría mis cuadros —digo yendo directa al grano y retrocediendo varios pasos cuando él se acerca a mí—. ¿Cómo has sido capaz de entrometerte en mi vida a ese nivel?

Gianni empalidece al instante y niega en silencio escupiendo un resoplido.

—Te estás equivocando, Anna.

—No, el que se está equivocando eres tú. Has ido demasiado lejos con todo esto.

Baja la vista al suelo sin contestar, como me suponía. Se saca del bolsillo un manojo de llaves e introduce una en la cerradura para abrir la puerta. En cuanto dirige la mano libre a mi muñeca, las comisuras se me estiran en una sonrisa cínica y me alejo de él. La distancia entre nosotros se amplía como un muro infranqueable.

—Por favor, hablemos dentro.

—Estoy cansada —musito conteniendo las lágrimas—. Estoy cansada de aferrarme a las migajas que crees que son suficientes para mí. Has conseguido que me ilusione de verdad contigo y estás consiguiendo que me rompa poco a poco con tus decisiones, pero no voy a permitir que sigas haciéndome daño.

—¿Crees que tú no me has hecho daño a mí? —me dice, con la voz llena de frustración y sus ojos claros ensombrecidos por esos demonios que acarrea a sus espaldas—. ¿Cómo crees que me sentí cuando me traicionaste? ¿Y cuando me invitaste a tu apartamento repleto de esas malditas pinturas que sabes que me aterran desde la muerte de mi hermana?

Entreabro los labios, dispuesta a contraatacar, aunque las palabras se quedan atrapadas en mi garganta porque soy incapaz de soportarlo.

—Todo esto ha ido demasiado lejos.

—Tienes razón, Anna.

—¿Y qué estamos haciendo?

—Rompernos porque no hemos sido capaces de despedirnos.

La confesión resuena en el aire. Siento el vértigo bajo mis pies, ese agujero negro que se asemeja a una pesadilla de la que me encantaría escapar. Ojalá despertarme en aquel instante en que me planté frente a Digihogar y no haber entrado jamás. Ojalá ni siquiera haberme acercado a él en el Club 13. Cuando hizo el gesto de disparar, pensé que se apuntaba a sí mismo, pero ahora entiendo que la víctima era yo.

Cierro los ojos y asiento. Al abrirlos, nos miramos el uno al otro, conscientes de que es cierto que algo está roto entre nosotros.

—No confías en mí —dice él, apoyándose en el marco de la puerta, con una expresión desoladora que me parte el alma.

—Nunca me has dado suficientes razones para confiar en ti.

—Es lo que he estado intentando.

—No puedes pretender que confíe en ti cuando ni siquiera confías en ti mismo.

—En mí puede que no lo hiciera, pero confiaba en nosotros.

—Nosotros somos una chica que pinta cuadros y un chico que odia a las chicas que pintan cuadros —le recuerdo con una sonrisa, aunque es una sonrisa amarga porque la verdad siempre duele decirla en voz alta.

Gianni desliza la espalda por la pared hasta quedar agachado en el suelo del rellano con la cara entre las manos. No puedo seguir viéndolo así, no quiero estar presente si en algún momento él llega a romperse, porque entonces dudaré. Necesito ser fuerte, y la única manera que encontré estos años para serlo fue enfriando mis emociones. Necesito a esa Anna más que a cualquier otra persona ahora.

—Quiero que sepas que te he querido como no me había permitido querer a nadie en muchos años —le confieso, firme. Él alza la mirada enseguida, colmada de una mezcla de espanto y desesperación. Aprieto los puños, los relajo y me aferro a mi bolso—. Creo que esas palabras te pertenecen desde que las sentí y necesitaba decírtelas antes de soltarte. Es hora de que dejemos de engañarnos —declaro al fin.

No se aparta cuando paso por su lado de camino a las escaleras. Tampoco me detiene. Lo rodeo y bajo un escalón manteniendo la compostura, bajo el siguiente sintiendo el frío de mis lágrimas descendiéndome por las mejillas, y la voz de Gianni resuena a unos metros.

—¿Esto es un adiós?

Supongo que en el amor, aunque la decisión esté tomada o no tengamos fuerzas para seguir adelante, siempre esperamos que esa mísera esperanza a la que nos aferramos tenga algún tipo de sentido. Puede que en el fondo esa esperanza sea el típico deseo que les pedimos a las estrellas y que mantenemos en secreto. Una parte de mí lo hace ahora, le pide al cielo estrellado que detenga esto. Que me arranque los sentimientos del pecho o que me los devuelva con más fuerza y sentido que nunca. Trago saliva.

—Es un «hasta que no tengas dudas».

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora