16. Anna: La burbuja se ha roto

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Nos pasamos todo el trayecto sumidos en las canciones de Imagine Dragons y Kings of Leon. Al principio, Gianni me observa de reojo con una ceja enarcada como si no pudiera creer que soy de esas chicas a las que les encanta cantar en voz alta, muy alta, tan alta que parece que vaya a comerse el mundo con sus notas desafinadas. No le he permitido poner objeciones cuando he marcado el destino en el GPS al que estamos yendo ni tampoco cuando he subido el volumen casi al máximo. Es una estrategia en pos de acallar mi mente. Le echo un vistazo. Tiene la atención puesta en la carretera y sus dedos incapaces de contenerse tamborileando sobre el volante.

—¿Por qué no cantas conmigo?

—Porque necesito conservar la voz para hablar con los obreros de la reforma de mañana.

—¿Qué os queda para inaugurar la oficina?

—Algunos retoques en la sala principal.

—Entonces, no necesitas la voz. Serán pocas indicaciones, puedes escribírselas —le vacilo.

Levanta una ceja y me fulmina de reojo. Sonrío de forma maliciosa. Busco en la playlist una canción que sé que le gusta, que nos conecta. Que una vez me cantó de una manera tan bonita que deseé en silencio grabármela para siempre. Con su acento italiano. L'italiano de Toto Cutugno. La he vociferado tantas veces en mi apartamento mientras pintaba que me la he aprendido de memoria. En cuanto empieza la melodía, no me corto.

Lasciatemi cantare, con la chitarra in mano —canto a todo pulmón.

Gianni sacude la cabeza, la risa se le escapa entre los dientes. Aparta la vista de la carretera, me atraviesa con sus ojos verdes y, aunque sé que no era su intención, me revoluciona el corazón como si todo con él fuese perfecto. Baja una mano del volante y la deja en mi pierna. Pienso que será una simple caricia, pero entiendo que significa algo más cuando se niega a apartar la mano de mí, cambia de marcha y se limita a conducir con la única mano libre. Sonrío con la esperanza de que algún día pueda gritarle al mundo que se joda porque hayamos destrozado a nuestros demonios. A todo lo que nos frena ahora que la burbuja se ha roto y la realidad de quienes somos nos ha caído encima. Sé que puedo intentarlo con él. Ser yo misma. Cierro los ojos cantando igual de fuerte que antes. Al final, su voz arranca y terminamos cantando juntos hasta que la canción se detiene de sopetón porque estamos en las afueras de Madrid y el móvil empieza a perder cobertura.

—Sin la música nuestras voces parecen rayos —me quejo.

—Habla por ti, preciosa.

Me guiña un ojo. Me río. Se ríe. Sus labios forman una de las curvas más irresistibles que he visto jamás. Suspiro flojito ocultando que la respiración me tiembla. Miro su mano en mi pierna con los nervios punzándome el estómago como si sus dedos nunca me hubiesen recorrido el cuerpo entero y fuera la primera vez que me rozan la piel. Tiene un anillo de acero en el pulgar y un reloj que lanza destellos adornándole la muñeca. Siento la presión en mi pecho. Esa presión. El deseo de tenerlo cerca, de quererlo mío y sentir que hay algo que se nos escapa.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Ansiosa por llegar.

Me acaricia la rodilla antes de apartar la mano porque la oscuridad de esta zona lo obliga a ser cauteloso. No lo sabe, pero tengo cosas que decirle. Cosas que pueden cambiarlo todo y hacerlo retroceder. Por esa razón necesitaba el subidón de cantar a todo volumen durante el trayecto. El GPS le indica que tome la primera bifurcación. Estaciona el coche a un lado del claro que hay entre los árboles y el camino de tierra por el que hemos venido. Al poner un pie en el exterior, la noche se cierne sobre nosotros como un manto oscuro repleto de estrellas que titilan expectantes. Rescato la mochila de los asientos de atrás y cerramos las puertas.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora