23. Anna: Aquello que te da vida también tiene el poder de destruírtela

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Hundo el dedo en el timbre del gran chalet de los padres de Vero y, al cabo de unos segundos, esta sale a recibirme estrechándome entre sus brazos. Huele a un perfume dulce que me embota el olfato y que es poco típico en ella, así que dejo de respirar durante el abrazo. Supongo que es una de esas fragancias empalagosas que suele utilizar su madre. Luego, sonrío y le acaricio la espalda desnuda.

—Feliz cumple, bruja —mascullo en una mueca traviesa.

—Desearlo antes de tiempo trae mala suerte al que lo hace —recita ella en tono burlón, como si estuviera recitando un hechizo, y se aparta lo suficiente para echarle un vistazo a mi atuendo bajo el abrigo: leggins, sudadera y deportivas. Me apunta con un dedo y enarca una ceja—. Espero que hayas traído en esa mochila algún vestido irresistible de los tuyos.

—He traído varios, de hecho.

Ahora soy yo quien contempla su vestido oliva de satén, sujeto al cuello por dos finos hilos entrelazados, junto a unos tacones de aguja del mismo color. La prenda le llega por encima de las rodillas y su melena azabache cae en ondas suaves sobre su pecho. No puedo evitar sonreír al darle una vuelta acompañándola de un silbido insinuante.

—Quién lo habría dicho cuando íbamos al instituto y te quejabas de cualquier cosa que no fuera tu ropa deportiva y tus cómodas zapatillas de atletismo.

Sus labios pintados de un morado metálico centellean con su risa y Vero me guía al interior de la casa, un espacio diáfano amplio y tan elegante como la última vez que estuve aquí hace años. La cocina americana conecta con el jardín a través de una puerta de cristal corredera, que deja entrever las lucecitas que ha colgado en el exterior y la iluminación de la piscina climatizada. Antes de llegar a su dormitorio, me desvío hacia el baño para dejar la mochila sobre el lavabo.

—Espero que este imbécil no se atreva a... —la oigo mascullar para sí misma desde el dormitorio.

—¿Alguna novedad de Jeff? —le pregunto por él casi por inercia, porque para mí solo existe una persona a la que le he cambiado el nombre por «imbécil».

—Hace un rato vi en sus redes sociales que está en España desde hace días —gruñe al apoyar el hombro en el marco de la puerta con la mirada perdida en la pantalla de su móvil—. Espero que no se atreva a venir.

—¿Sabe lo de la fiesta?

—Hace tiempo le conté que quería celebrar algo aquí. Ya sabes, cuando aún aceptaba sus llamadas. De verdad, espero que no...

—Si le queda alguna neurona viva, no vendrá. Ahora olvídate de ese imbécil, es tu día —zanjo, cabreada. Pienso echarlo de la fiesta a patadas como se le ocurra presentarse aquí—. ¿Qué tal tu madre?

—Más vieja —se carcajea sin ganas—, aunque ella es como el vino, los años solo la vuelven más sexy.

—Ya veo que viene de genética —replico con cierto desdén fingido.

A Vero nunca le han gustado los halagos directos, lo sé por las miradas fulminantes que les lanzaba a los chicos que se acercaban a ella en clases y por las anécdotas que me contaba cuando estaba en la universidad. Si un chico le vociferaba algún tipo de halago, ella se limitaba a sonreírles y, al pasar por su lado, fingía tropezarse para darles un pisotón. Reprimo la risilla y acepto la toalla que me ofrece.

—El secador está en mi dormitorio. Yo te peino para la ocasión, como en los viejos tiempos.

Tardo unos minutos en ducharme y otros más en observar mi cuerpo desnudo frente al espejo del baño. El estrés de la oficina me ha hecho adelgazar. No el cúmulo de trabajo que soy incapaz de acabar porque estoy empezando a detestarlo, sino por la desagradable sensación que me oprime el pecho cuando entro en la oficina cada mañana y lo primero que veo en ciertos compañeros es el rechazo que les causa mi presencia. Por alguna razón, esta noche me siento insegura de mi cuerpo y de quién soy.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora