12. Gianni: Los ojos que consiguen desarmarme

222 49 9
                                    

Me siento en el banco de piel que tengo junto al piano y acaricio las teclas. Pero me detengo ahí, sin presionar ninguna. Sin permitir que el piano emita sonido alguno. Y cuando una vocecita en mi cabeza me dice que me parezco a este piano, me excuso respondiéndome a mí mismo que es la una de la madrugada. Que el problema son los vecinos, la noche, el silencio.

Atrapo una mota de polvo que se cruza en mi campo de visión y resoplo llevándome los dedos al puente de la nariz. Me compré este piano para desahogarme, tal y como le dije a Anna que quería hacer cuando fuimos a Positano, pero incluso la música que aprendí de pequeño me recuerda a ella. Porque ella me animó a comprarlo. Fue Anna la que me dijo con una enorme sonrisa que le encantaría verme tocar. Los ojos le brillaron de ilusión como si tuviese el poder de imaginarnos delante de un piano, como si de verdad creyese que había un futuro posible entre nosotros.

Sin embargo, parece que esa Anna solo se ha quedado encerrada en mi cabeza.

Ya dudo de qué fue real y qué no. Miro el móvil de soslayo, la pantalla se ha encendido. Una notificación promocionándome vuelos baratos a Italia. Chasqueo la lengua, irritado, y me levanto rumbo a la cocina, pero me detengo frente al espejo del baño de invitados. Sigo manteniéndome en forma, aunque estoy más delgado. Cualquiera diría que ha sido un mes de mierda. Un mes de trabajar para no pensar, de no dormir bien por reflexionar demasiado y reproducir en mi cabeza cada curva de su cuerpo y de su sonrisa como si pudiese hacerla aparecer de la nada.

¿Por qué la siento tan lejos? Aprieto la mandíbula de camino a la cocina, la sangre me hierve al acordarme de esa dichosa llamada en la que se reía a carcajadas y se oía a un tío detrás. Me reconcome pensar que ya ni siquiera tengo el derecho de disfrutar de algo tan simple como el sonido de sus carcajadas y me jode que haya seguido con su vida como si nada, como si yo no hubiese formado parte de su rutina durante meses. No he sido capaz de responderle a las llamadas sabiendo lo mucho que me muero de ganas por escucharla por lo insignificante que me siento para ella.

Sirvo un vaso de agua del grifo. Me lo bebo de una, el líquido extiende la sensación de frío a mi garganta, y vuelvo al dormitorio a por una sudadera porque solo llevo puestos los pantalones grises del pijama, pero algo me paraliza a medio camino.

El timbre de la puerta suena.

Suena otra vez. Hay alguien tras la puerta, a unos metros de mí.

Y el corazón me da un vuelco advirtiéndome que coja el móvil para llamar a la policía. ¿Hazel se ha escapado del psiquiátrico? ¿Ha vuelto a colarse en el recinto? No me extrañaría en absoluto. Voy al despacho en completo silencio, me guardo el móvil en el pantalón por si lo necesito y me acerco a la mirilla de la puerta.

Antes de poder siquiera decidir qué quiero hacer, giro el pomo para abrir la puerta. Entonces, la veo. Delante de mis narices. Envuelta en sus brazos por el frío, vestida con una gabardina de cuero negra y con el cabello rubio suelto por los hombros. Alza la cara, tiene la nariz roja. Sus ojos vidriosos se entornan desafiándome.

Eso que sabe hacer tan bien, que la hace tan ella y que consigue desarmarme.

Y el corazón se me dispara. 

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora