11. Anna: El calor del lugar en el que me siento yo misma y nadie más

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Tengo una teoría.

La gente que miente sin querer hacerlo está deseando encontrar una excusa para explotar y escupirlo todo a la cara de quienes se merecen una patada en lugar de una simple verdad. O quizás esa no sea un teoría, simplemente sea yo.

Miro la hora que marca mi teléfono, compruebo las notificaciones y cruzo los dedos por encima de la mesa después de guardarlo en el bolso. Como me suponía, Gianni se enfadó ayer y no ha vuelto a dar señales de vida. Observo a Rosadito riendo a carcajadas con el resto de los compañeros de la oficina. Tanto él como Teo, que está a su lado, tienen los dientes repletos de trozos de alga y pescado del sushi que se acaban de zampar, y sé que mi jefe ha elegido el asiento más lejano de la mesa porque ya no necesita nada de mí. Es la cena de empresa de nuestra oficina de Blupiso en la que se supone que me están dando la bienvenida de nuevo, aunque la realidad es bastante distinta. Soy la única mujer entre tantos hombres que hacen chistes ridículos sobre mujeres y, lo peor, sé que esta cena la he pagado yo. Porque sí, cuando Rosadito saca la tarjeta de su cartera para que se cobren los platos y decide que nos quedemos un rato más para beber alcohol, sé que el dinero de esa tarjeta corresponde a las comisiones que me pertenecían y que ha cobrado en mi lugar.

Maldito cerdo.

La camarera asiática nos trae un par de botellas de vino y copas mientras los orangutanes de mis compañeros vitorean como si sus padres nunca les hubieran enseñado modales. Teo hace los honores de servir la bebida. Dirige la copa al centro para hacer el brindis. Estoy demasiado enfadada. Amplío los labios y me enfado más, porque odio fingir que todo está bien cuando me gustaría prenderle fuego al señor con gafas y piel rosada que está taladrándome los oídos con su risita al otro lado de la mesa. Extiendo el brazo, los cristales chocan.

—¡Por Anna Holloway, la mejor agente inmobiliaria! —balbucea Rosadito tropezando la lengua con los dientes—. ¡Que su ascenso a Gerente haga ganar muchísimo dinero a la oficina!

De nuevo, vitorean, silban y ríen. Solo puedo cuestionarme cómo esto fue durante años lo más importante en mi vida. Cómo pude traicionar a Gianni por esta gente. Mis padres y el dinero, me recuerdo. Además, él tampoco fue sincero conmigo. Bebo de la copa, las comisuras se me amplían y me arde la falsa sonrisa que les dedico.

—¡Vigila bien que estos patanes cumplan con su trabajo, Anna! ¡Que no se escaqueen ni un solo minuto! ¡A vender pisos, muchos pisos! —grita Rosadito.

Me pregunto si está tan feliz porque se ha forrado con mi dinero.

—Quizá seamos nosotros los que tengamos que vigilarla a ella —apunta Teo.

—Soy la mejor agente que ha tenido Blupiso y la nueva Gerente de tu oficina, ¿qué vas a vigilar tú? —digo mordaz.

Le guiño un ojo de forma malintencionada, como si fuese un hechizo para que se atragante con el vino, y bebo del mío. Teo tensa su mandíbula. El resto acalla. Odio recordar que una vez me acosté con este tipo. O recordar que formo parte de este grupo de tíos que solo les ríen las gracias a sus compañeros del mismo género.

—Podría vigilar que no seas la nueva infiltrada de mi oficina, por ejemplo —escupe Teo—. Como ahora te estás tirando al italiano que nos robaba los...

—¿Celoso porque te gustaría estar en su lugar? —lo interrumpo.

Lo admito, he tragado tan rápido para contestarle a este miserable que casi me atraganto. Mantengo la compostura. Nos miramos fijamente durante unos segundos en los que creo que nuestros compañeros desearían desaparecer. Rosadito, que estaba demasiado ocupado sirviéndose la tercera copa, eleva la mirada receloso para analizarme y saber si estoy diciendo la verdad.

—Estaba bromeando —me retracto.

Y en el fondo pienso que ojalá fuese cierto y siguiese con Gianni. Ojalá no hubiese perdido un mes de mi vida encerrada en mi apartamento llorando mientras intentaba recomponerme de las heridas a través de la pintura y de mis amigos. Lo único que aún me une a él es esa cita en la cafetería. La esperanza de la incertidumbre. Aunque sé que debo alejarme, hacer mi vida, y desde ayer Gianni ni siquiera responde a mis llamadas. Me aclaro el nudo de la garganta, enredo los dedos en la falda ceñida de mi vestido negro.

La que necesita desaparecer de aquí soy yo.

Pero no puedo. Las obligaciones, el compromiso de cumplir con mi deber, la hipocresía de aguantar este rato junto a esta gente para no empeorar el ambiente de trabajo mañana... Resoplo flojito y me escapo al baño. Dirán a mis espaldas que no soy la misma que antes, que actúo extraña desde que regresé de Digihogar, que no están seguros de poder confiar en mí.

Y tienen razón.

Me retoco el maquillaje y me reacomodo el escote corazón del vestido antes de arroparme con la americana de cuero negro. Luego me paso los dedos entre las mechas rubias de mi melena, que en estos meses ha crecido bastante. Admito que este color me gusta más que el de mi pelo cobrizo natural. Me miro en el reflejo. Recuerdo la mañana en que robé los documentos del piso de Gianni. Me veía más bonita en el espejo de su dormitorio. Con su olor impregnado en mi piel y su voz aún latente en mis oídos.

El aire escapa de mis pulmones cuando salgo del baño y me están esperando en la salida del restaurante para ir a otro lugar. Podría fingir que soy ciega, que creo que se han ido y huir.

—¡Anna, vamos al karaoke! —Teo alza el brazo para captar mi atención mientras pasa el otro por el hombro de Rosadito, que necesita más una cama que un karaoke.

Su expresión se torna más retorcida a medida que me acerco. Rosadito, en cambio, parece que se esté echando una siesta en su hombro.

—Te apuntas, ¿no?

—De hecho, no —digo descolgándome el bolso del brazo para coger el móvil y llamar a un taxi—. Pasadlo bien, chicos.

—¿Tienes planes? —insiste.

—Sí, meterme en mi cama.

—¿Con el italiano?

Carraspeo y aprieto los labios por no estamparle el móvil en la cara. Por mucho que me esfuerce en parecer fuerte delante de los demás, el corazón me duele. Y me duele más cuando intento ignorar mis sentimientos.

—Sola —contesto en tono apagado—, pero gracias por la idea.

No espero a que responda. Me aferro al asa de mi bolso y me alejo todo lo rápido que mis pies responden porque, en realidad, no soy ni la mitad de fuerte. Tengo miedo de que sus palabras me hagan daño y quiero huir. Se me olvida que quería llamar al taxi, solo camino sin rumbo hasta que encuentro una estación y me subo a uno de ellos. Tengo la nariz helada y los ojos húmedos.

—¿A dónde se dirige, señorita? —El conductor me observa a través del espejo retrovisor.

Al olor de mi hogar, .

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora