20. Anna: Ese típico silencio colmado de palabras

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La brisa helada de la noche de Navidad me araña las mejillas mientras atravieso los jardines del residencial de camino al piso de mis padres. Me detengo un segundo frente al edificio, del que cuelgan adornos navideños y lucecitas casi desde todas las ventanas, y escondo la barbilla en el cuello alto del abrigo, con las manos en los bolsillos, antes de inspirar hondo para despejarme la mente. Lo último que quiero es preocupar a mis padres con mis problemas. Cualquiera diría que huele a dama de noche. Sin embargo, para mí huele a una adolescencia que marcó un antes y un después en mi vida. Sonrío ante la estupidez que me cruza la mente, cuando por un instante pienso que me encantaría volver a esos años para revivir ciertos momentos a pesar de que por aquel entonces solo deseaba que el tiempo corriese para escapar de esa realidad.

Río al recordar la cantidad de veces que fingí sacar la basura; era mi excusa para toparme por casualidad con Asher Harper, el hermano menor de Kai del que estaba encaprichada. Y me pongo tensa al pensar en la noche que lloré en la terraza de Asher e intercambié las primeras palabras con Kai. Sacudo la cabeza como si así pudiese sacudir mis pensamientos y desprenderme de ellos.

Es fácil regresar al pasado cuando el presente duele.

El nombre de Gianni se me retuerce en las tripas porque no hemos vuelto a hablar en días, desde la discusión, y me duele no entender que ni siquiera sea capaz de mandarme un mensaje. Empiezo a subir las escaleras rumbo a mi antigua casa. La melancolía me abandona en cuanto la puerta se abre.

—¡Cariño! —exclama mi madre al recibirme con un abrazo que sabe a hogar, que tiene ese poder intrínseco de espantar todo lo malo porque los brazos de una madre son todo cuanto se necesita en la noche de Navidad—. Qué guapa estás, mi niña.

—Tenía tantas ganas de venir —digo enterrando la cara en su cabello castaño.

Lo que me callo es que no lo he hecho antes porque me sentía la peor hija del mundo al sopesar la opción de abandonar mi puesto de trabajo para dedicarme a mi pasión.

—Estás helada, cariño. Pasa, pasa.

Al entrar en casa, el aroma familiar a comida casera y al horno calentando un enorme pollo sazonado me roba una sonrisa. No tardo en correr a los brazos de mi padre, que está frente a la tele con una taza de té y un jersey de lana que le hizo mi madre tiempo atrás, para las navidades de mis veinte. Me sonríe arrugando las mejillas y los surcos alrededor de sus ojos cansados. Las gafas le resbalan de la nariz, pero él solo se preocupa por acariciarme la espalda con la mano que tiene libre como si quisiese apretujarme en un abrazo con esas fuerzas que ya jamás recuperará. Le beso la frente y le coloco las gafas con cuidado.

—Cada día estás más guapo.

—Tú tam... tambi... —Las palabras se le atascan en la garganta y a mí se me rompe el corazón, aunque me esfuerzo por asentirle mientras le dedico una sonrisa como si todo estuviese bien.

Como si aparentar normalidad pudiese hacernos creer que todo está bien.

Sé que no mejorará, es algo que he ido asumiendo a lo largo de estos meses, y sé que a partir de ahora no podré pagar las facturas con la misma facilidad que antes, aunque pienso seguir haciéndolo aun si para ello tuviera que comer macarrones todos los días. Porque sí, como Gerente mi sueldo es mayor, pero ya apenas cobraré comisiones. He decidido invertir ese tiempo de trabajo extra en mi pasión. Enseguida la culpabilidad me corroe por dentro y tengo que apartarme de él con el pretexto de que necesito deshacerme del abrigo.

—Anna, cariño, ven —me llama mamá desde la cocina.

Aprovecho la ocasión para colgar el abrigo en el perchero de la entrada y me recoloco el vestido rojo ajustado al cuerpo hasta las rodillas. La zona de los pechos, con forma de corazón, está bordada por hilos carmesíes, a diferencia del resto del vestido que está cubierto de lentejuelas del mismo color. La melena me cae en los hombros, formando ondas suaves en la parte de las puntas, y la gargantilla que me regaló Vero tintinea en el centro de mi cuello.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora