15. Anna: Esta soy yo

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Hay sensaciones que son imposibles de ignorar.

Queman en la mente, arden en la lengua pidiendo a gritos que las resuelvas haciendo las preguntas que asustan. Se pegan a la piel como un lastre pesado que, por mucho que pretendas deshacerte de él, es tan molesto como invisible. Porque a veces las cosas que no se ven son las más pesadas.

Un simple gesto, una palabra, un silencio. Todos capaces de arrasar con aquello que creías seguro y que de repente te demuestran que en cualquier momento puede variar. Como el hecho de que anoche Gianni me diese la espalda tras plantarme un beso ausente en los labios. El vacío en su mirada esta mañana cuando desayunábamos en su cocina o el trayecto en su coche, reinado por el silencio, cuando me acercó a mi apartamento.

Teo diluye mi monólogo interior al entrar en el despacho que me han asignado, lanza una carpeta de nuevos pisos en venta al escritorio sin pronunciar palabra y da un portazo al salir del habitáculo rodeado de cristaleras desde las que puedo observar qué ocurre en la oficina entera de Blupiso. Ni siquiera me molesto en prestarle atención a su irritable presencia aquí. De lo contrario, tendría los nervios en punta todo el día. Si le preguntaran a la Anna Holloway de hace unos meses cómo ha sido su primer día tras la vuelta a la rutina, con el puesto que tanto había soñado durante años, habría respondido ensimismada que esto es «empezar por lo alto».

Me río cínica para mis adentros.

No sé en qué momento concreto ha sucedido, pero detesto esta oficina. Detesto la relación superficial que tengo con mis compañeros. Detesto sus miradas obscenas, las mismas en las que antes me recreaba. Me ajusto la falda a los muslos, me recoloco la camisa blanca bajo la americana y me despido de ellos dando por finalizada mi jornada de hoy. Las calles, repletas de adornos de Navidad, están enfrascadas en la monotonía gris de Madrid. No hay colores ni emociones.

O quizá sea yo, que desde anoche tengo una espina clavada en el estómago.

En cuanto diviso a las chicas en una mesita del fondo de la cafetería en la que hemos quedado para merendar después del trabajo, me sumerjo en sus abrazos. Amber sonríe enseñando los dientes y Ellie gruñe porque tiene demasiado frío y los dueños del local no están dispuestos a pagar más por encender la calefacción. A pesar de que estaba deseando tomarme un café con ellas, entre risas y anécdotas que me hiciesen desconectar de lo gris que se ha tornado el día de hoy, no lo consigo.

No me saco de la retina los ojos de Gianni, ahogados en sombras. No me quito del corazón la sensación de que nuestro reencuentro debería de haber sido... distinto. ¿Esperaba más? Puede ser. Las expectativas nunca son buenas. Y admito que esta vez las tenía altas. Por los recuerdos, por el vértigo que me causaba la mera idea de regresar a sus brazos. Puede que la realidad que yo tenía en mi cabeza fuera una mera ilusión, que lo real sea distinto a todo lo que hemos vivido hasta el momento juntos. Sencillamente, porque todo lo que hemos vivido siempre estuvo disfrazado de mentiras.

Termino lo que me queda de café, me despido de las chicas con un achuchón y me sumerjo en la estación subterránea de metro que conduce hasta mi apartamento. No hay música durante el camino que acalle el ruido de mis pensamientos ni alivio de saber que podré relajarme en casa. Gianni quedó en que vendría al salir de su oficina, así que aprovecho para darme una ducha rápida y ordenar el salón presidido por mis cuadros y el olor a pintura. El vaso de agua donde enjuago los pinceles se me resbala de las manos. Intento atraparlo en el aire, pero me mancho las manos y cae al suelo. Veo los colores esparciéndose entre las líneas de mis palmas. Por un instante, lo veo desde esos ojos ahogados.

Soy todo lo que él detesta.

¿Es eso lo que ocurre? ¿Acaso se arrepiente de lo que me dijo en aquella cita improvisada tras la convención? Puede que disfrazarse de oso y pedirme la oportunidad de conocernos sin máscaras fuese un mero impulso. El arrebato de su propio ego por darle un final diferente a una historia que merecía mucho más. No me doy cuenta de que me estoy mordiendo el labio hasta que me hago daño. Corro a la cocina, cojo papel a montones. Seco el suelo. Recojo el vaso. La pintura, los problemas. Siempre lo mismo. Durante unos segundos, siento dentro de mí esa necesidad imperiosa de tirar el vaso a la basura y deshacerme del nudo que me produce imaginar los quebraderos de cabeza que me traerá aferrarme a la pintura de nuevo. Pero ni siquiera soy capaz de dirigirme al cubo de la basura. Respiro hondo y lo devuelvo a su sitio.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora