14. Gianni: Yo no soy así

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Cuanto más crees tener, más temes perder.

Ahora que he vuelto a tenerla en mis brazos, no dejo de preguntarme cuándo decidirá retroceder sobre sus pasos. Si el juego se ha acabado, qué estamos haciendo ahora. Puede que después decida que esto no entra en sus planes o se plantee una mejor opción que no sea yo, el tipo que conoció en el Club 13 y con el que se atrevió a intimar por cuestiones de trabajo. Sí, mi seguridad se esfuma cuando ella está cerca.

El mundo parece tambalearse. El suelo, arenas movedizas.

Aunque creía tenerlo todo claro, los límites empiezan a difuminarse. No sé dónde acaba el miedo y dónde comienza el amor. Qué es lo correcto y qué es un patrón. Al fin y al cabo, mi relación con las mujeres siempre ha sido problemática de una manera u otra. Dónde ataca el pasado y dónde impulsa el futuro. Además, Anna adora pintar y...

Me aterra todo de ella.

Niego cabeceando bajo el torrencial caliente de la ducha. ¿Qué diablos estoy haciendo? ¿Sabotearme a mí mismo? ¿Tanto miedo tengo? ¿Tan jodido estoy? Cierro el grifo, cabreado, me seco de mala gana y camino desnudo hasta la cómoda del dormitorio. La miro de reojo. Parece dormida. Reprimo las ganas de acercarme para besarla. De uno de los cajones saco un pantalón negro con líneas finas y descuelgo una sudadera gris del perchero tras la puerta, pero termino dejándola sobre la cama porque no puedo soportar tenerla así de cerca y huir como un cobarde.

Yo no soy así.

«Los Leone no huimos de los problemas», me recriminó mi padre cuando abandoné a mi madre entre toda su pintura. Nunca le conté que huir habría sido irme al otro lado junto a Chiara, porque allí estaba la paz y aquí, en la vida, estaba la guerra. Por eso me quedé, para hacerles frente a mis demonios. Y para poder luchar se necesita primero sobrevivir.

Me acerco a Anna sentándome en el borde de la cama con cuidado de no despertarla. Tiene algunos mechones rubios sobre su tez repleta de pecas desordenadas. Las besaría todas, una por una, pero me limito a apartarle el pelo de la cara y le acaricio el moflete enrojecido. Tan bonita, delicada y peligrosa, así es ella. O quizás así es para mí. Un arma afilada. Un peligro en potencia capaz de arrebatarme el corazón.

Pienso en besarle la frente, descender por su nariz, atrapar sus labios entre los míos. Sin embargo, me incorporo y camino hasta el despacho frotándome los ojos. Sé que fui yo el que le pidió una segunda oportunidad, pero las dudas, el pasado, los temores, los demonios... Joder, no estoy seguro de poder tocarla sin hacerle daño. Sin destruirme a mí mismo en el intento. Todo a mi alrededor siempre termina derrumbándose.

A unos metros de mí, el piano me tienta a acariciar sus teclas. De pequeño solía tocar el piano de cola que había en casa e incluso durante las clases utilizábamos ese para aprender, así que no tengo ni idea de qué funciones tienen las decenas de teclas de este piano electrónico que parecía tan buena opción por el hecho de ocupar menos espacio. Me siento en el banco, busco información en Internet y descubro, entre otras cosas, que la rueda sirve para bajar el volumen. En lugar de soltar el móvil, husmeo entre las partituras online y escojo una sencilla. Lo coloco en el atril del piano. Mis dedos fluyen a través de la melodía mientras voy ajustando el volumen hasta que pierdo la noción del tiempo.

Una caricia en el hombro me devuelve a la realidad. Me sobresalto. Anna sonríe con una dulzura traviesa y la sudadera gris que había dejado sobre la cama. Luego, ladea la cabeza.

—Suena muy triste —pronuncia y me peina el pelo con los dedos instándome a cerrar los ojos—. Por fin te he visto tocar el piano.

Hago el amago de sonreír. Anna se sienta en mi regazo rodeándome la cadera con ambas piernas y me abraza escondiendo su cara en mi cuello. El corazón me aprieta el pecho navegando entre sensaciones que no entiendo si son malas o buenas. Cierro los ojos de nuevo y le rodeo la cintura con mis brazos. Fuerte, como si pudiera escaparse en cualquier momento, como si quisiera estar preparado para ello. No para dejarla escapar, sino para retenerla conmigo hasta que cambie de opinión. Inspiro la mezcla a perfume y champú que desprende su pelo. Noto el bombeo de mis latidos contra su torso. Después, poco a poco voy soltándola y dejo caer mis manos a sus piernas desnudas.

—Vas a resfriarte —murmuro.

—Mira quién fue a hablar. Tienes el pelo húmedo y no te he visto ni una sola camiseta puesta desde que he llegado —replica contra mi cuello.

Las cosquillas que me hace su voz en la piel me obligan a sonreír.

—Iba a ponerme esa sudadera, pero me la has robado.

—No necesitas excusas para desnudarme, Gianni.

—Así que no necesito excusa... —le digo separándola y sujetándole la barbilla para que me mire a los ojos. Mis ojos saltan a sus labios de inmediato—. Eso ya lo sé.

Se los humedece. Subo la atención a su mirada. Me observa atenta, con ese brillito de súplica que conozco a la perfección. No aparto la vista de sus pupilas dilatadas cuando suelto su barbilla para recorrer su cuello; una mano por un lado, mi boca por el otro. Tiro de su cabeza enredando los dedos en su melena y voy plantándole besos hasta llegar a sus labios. Entonces, le sujeto la nuca con vehemencia. La beso. La hago mía un poco más. Su lengua pierde fuerza frente a la mía. Reprimo un jadeo que me trepa la garganta. La erección se hace palpable. Ella empieza a respirar fuerte. Hay algo en su boca, desde que la probé, que me lleva al borde del límite. Me aparto unos centímetros apoyando mi frente en la suya.

—Mañana es tu primer día como gerente —mascullo.

—Tienes razón.

—Deberías descansar un rato.

—Deberíamos los dos.

—¿No quieres dormir?

—No quiero que se acabe el día.

Yo tampoco. ¿Y si mañana todo cambia entre nosotros?

—¿Qué tal si me cuentas de qué te reías tanto cuando te llamé? —digo fingiendo que aún sigo molesto.

Enarca una ceja, pícara, mientras esboza una sonrisilla.

—Pues de que me asusté, tropecé y casi me mato.

—¿Te asustaste?

—Sí. Estaba concentrada en algo, de repente llamaste y sonó tan fuerte a través de los altavoces que me asusté y... —La interrumpo robándole un beso. Parpadea desconcertada. No creo que sepa lo adorable que me parece cuando la veo a ella misma, sin máscaras ni disfraces, contándome algo tan simple de una manera tan infantil—. Y casi me caigo.

—Lo de que casi te caes me ha quedado claro —me burlo—. ¿Qué te tenía tan ensimismada?

—Una obra. Algo que pinté y que quería enseñarle a Kai.

—Kai... —repito en alto, fingiendo que estoy tratando de recordar quién es, aunque lo he estudiado de sobra en Internet. Las comisuras me tensan la boca en una línea recta—. Tu expareja, el tipo del que me hablaste. ¿En tu casa?

Anna asiente. Me lo temía. Sé que Kailen Harper ha vuelto a Madrid, incluso conozco a la perfección el proyecto en el que está trabajando. Mi corazón pierde el ritmo. No me hace especial ilusión que esté con su exnovio a solas en su casa, mucho menos tratándose de él. Carraspeo, incómodo, desviando la atención al piano como si así pudiera ocultar mis celos.

—Es difícil de explicar, pero... este mes atrás retomamos el contacto y estamos trabajando en algo juntos —me dice en bajito—. Cuando quieras, te lo enseño a ti también

Intenta buscar mi mirada, pero no la encuentra.

Hoy tengo más miedo que nunca. Cabeceo asintiendo, la cojo en brazos y vamos a la cama. Pese a que me habría gustado perderme en sus labios hasta dormirnos, solo le robo un beso fugaz. Porque ya estoy perdido. En un cúmulo de dudas, de preguntas que no me atrevo a hacer y temores que tengo que camuflar de una falsa seguridad.

De muchos «Yo no soy así».

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora