5. Gianni: La última persona a la que verás en la vida

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A los dieciocho años me mudé al piso de cincuenta metros cuadrados de Livia en Milán. Ella estaba terminando de estudiar Diseño de Interiores mientras trabajaba a tiempo parcial en un restaurante de lujo que le proporcionaba el salario suficiente para pagarse los gastos y sus caprichos, que nunca fueron pocos. Yo, en cambio, me había aferrado a lo más conveniente en aquel momento solo por el hecho de escapar de mi casa de Positano.

Empecé a estudiar Relaciones Públicas, también español intensivo en una academia que me costeaba mi hermana porque sabía que mi siguiente destino sería España y me busqué el primer empleo en el que no requerían experiencia previa. Un call center de mala muerte, donde vendía productos atosigando a los clientes por llamada.

Pronto descubrí que lo más inteligente no era venderles el producto, sino ofrecerles mi confianza. Si confiaban en mí, lo demás se vendería por sí solo. Y necesitaba vender mucho para sobrevivir en esa ciudad porque nuestro padre rico era pobre cuando se trataba de encargarse de su familia.

A unos meses de cumplir veintiún años, mandé la solicitud para cursar el último año de carrera en Barcelona. Hice las maletas sin esperar la respuesta y me compré el billete de avión. Livia me llamó emocionada para darme la noticia de que me habían concedido la beca. Yo ya lo daba por hecho y, como había supuesto, celebré mis veintiuno junto a mis «amigos» de la universidad de Barcelona yéndonos de fiesta a la primera discoteca que nos dejó entrar sin cobrarnos la entrada.

Ese mismo año la conocí.

Hazel Cass, la chica surcoreana que estudiaba Filología Inglesa en la misma universidad, que compartía el mismo pasillo que yo cada mañana porque sus clases se impartían en dos aulas más allá y que era conocida por deambular como un lobo solitario de un lado a otro sin mediar palabra con nadie. Era como un enigma difícil de resolver. Preciosa y llamativa. De ojos grandes, pestañas espesas y piel clara. Me había fijado en Hazel desde hacía semanas, porque parecía un huracán sigiloso capaz de arrasar ciudades. Inaccesible, aunque pareciese suplicar atención en silencio. Pero lo que en realidad me empezó a desconcertar fue percatarme de que ella tampoco me quitaba el ojo de encima.

Mis «amigos», que por desgracia eran los típicos graciosos de turno que no soportaba y sigo sin soportar, encontraron divertido emplear los ratos libres entre clases para burlarse de ella. Un día me instaron a formar parte de las burlas y, tras arrugar la cara en un gruñido, accedí. A día de hoy sigo preguntándome si me apetecía conseguir de ella una reacción distinta a las miradas a escondidas o si quería ver una faceta distinta a la que le mostraba al mundo, taciturna y perdida entre tantas personas que creían haber encontrado su camino en aquellas clases.

—¿Tan rara eres para que siempre estés sola? —le grité ampliando la boca en una sonrisa pretenciosa.

Para mi asombro, en lugar de amedrentarse, sus mejillas se sonrojaron y esbozó una sonrisa que se le trasladó a los ojos oscuros. Se acercó a mí sin vacilar. Abrazando los libros con un brazo y recogiéndose un mechón de la melena negra tras la oreja.

—Esta tarde voy a un musical —dijo en un español perfecto, atravesándome el alma con la mirada. Una mirada que auguraba peligro, aunque yo había vivido tantas tormentas que pensé que las suyas no podrían asustarme—. Estoy tan sola que me sobra una entrada, ¿te apuntas?

—¿Qué dices? —balbuceé torpe.

—¿Acaso te doy miedo? —me retó en un hilito de voz.

—¿Qué miedo vas a darme tú?

Los imbéciles que me acompañaban se rieron. Incluso yo lo debí hacer al sentir aquel pellizco en el corazón. No veía nada en sus ojos, un telón opaco con candados y cadenas por todas las esquinas, como si guardase con recelo a la verdadera personalidad que había al otro lado. Puede que por esa misma razón la curiosidad casi terminó matando al gato.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora