3. Gianni: El inicio de la última jugada

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Semanas antes.

Si había algo a lo que no estaba acostumbrado, era a perder.

El despacho en mi casa era mi lugar seguro. La única habitación que tenía cerradura y llave por si alguna situación lo requería, donde guardaba la caja fuerte con todos los documentos importantes, el dinero en efectivo, las fotos familiares y el conejito blanco de peluche que Chiara metía en su cama cada vez que se iba a dormir y del que me apropié como si se me fuera la vida en ello el día que la encontramos ahogada en la orilla. Como si ella pudiese estar en alguna parte del mundo y esa parte fuera su peluche favorito.

Saqué una carpeta con distintos documentos de Digihogar, cada uno de ellos elegidos estratégicamente por mí, y mezclé algún que otro menos importante para hacer menos evidente la táctica. Cerré la puerta del despacho. Había llegado el momento.

Anna se refugiaba bajo el edredón de mi cama hasta la barbilla. Eché a un lado el pelo alborotado de su frente, la besé y esbozó una sonrisa inocente que grabé en mi retina por si no volvía a verla. Aunque en mis planes no entraba el de despedirme de esa sonrisa ni el de arrebatársela, sino todo lo contrario. No la culpaba por lo que estaba haciendo. De hecho, admiraba la valentía con la que luchaba por lo que creía que le pertenecía.

Sin embargo, no podía seguir engañándola ni engañándome a mí mismo.

Sabía muy bien que todo eso se me había ido de las manos. Después de investigar la posible competencia de la zona de esa oficina de Digihogar, Anna había destacado con creces por encima de cualquier otro rival. Parecía una joven inteligente y ambiciosa, además de que su melena pelirroja resaltaba entre el gentío cuando caminaba de un lado a otro, enchaquetada con el mentón alto y el maletín en mano. Siempre sola, aunque acompañada de su determinación inquebrantable. Me dije a mí mismo que era peligroso observarla más tiempo del que tardaba en cruzar el paso de peatones de la calle, pero no solo la seguí con la mirada cuando lo cruzó, sino que mis ojos no la perdieron de vista hasta que su silueta se fundió con el resto de las personas ajetreadas de aquella calle.

Para cuando cambió su look al cabello corto y rubio y se presentó en mi oficina alegando que jamás había trabajado en algo similar, enfrentándose a mí porque no le habían gustado mis modales, yo sabía que era demasiado tarde para echarme atrás. Solo pude anudarle el pañuelo rojo al cuello, darle la bienvenida a regañadientes e intentar mantener las distancias para que no se percatase de que yo era ese tal Leo con el que compartía las noches enmascaradas en el Club 13. Mientras, averiguaría por qué demonios había irrumpido en Digihogar.

Sin embargo, pasar tiempo con ella me volvió codicioso.

Ya no podía continuar con aquello, había llegado a mi límite. Me moría por desnudarle el alma, la piel y la sonrisa de intenciones ocultas. Quería hacerla completamente mía, con sus verdades y sus mentiras. Que supiese que no era la única impostora de nuestra historia, que en realidad el primer paso en falso fue mío. Que estuviese en mi cama dormida como aquella mañana por elección propia y no por interés. Así que, si mis cálculos no fallaban, dejar la carpeta a su alcance podría suponer un punto final a nuestra historia.

O con un poco de suerte, un punto aparte.

Su oficina de Blupiso estaba a unas calles de la mía. Era sábado y me había surgido una reunión en Digihogar, pero antes había quedado con Roberto, el verdadero jefe de Anna. Bajito, regordete y con una maraña de pelos en el bigote que contrastaba con su cabeza calva. Parecía una caricatura sacada de un cómic. Se suponía que habíamos quedado a solas para no levantar sospechas entre los compañeros, aunque enseguida me demostró que su palabra valía menos que la cafetera roñosa con la que preparó café para tres. El agente inmobiliario que había traído con él, que tenía un leve parecido a Luca, se quedó fuera de la sala en la que entramos para charlar en privado.

No me hizo falta esforzarme demasiado. Incluso me confirmó las pocas neuronas que tenía al aceptar que la conversación fuera grabada como garantía de que se llevaría a cabo aquel soborno.

—Aquí están las comisiones que corresponden a las ventas en la zona de Annalysse más los intereses por las molestias.

Le ofrecí el sobre con el dinero a cambio de zanjar el asunto, de ahorrarnos problemas innecesarios y ahorrárselos a Anna, y Roberto lo aceptó con una mueca avariciosa. No se molestó en preguntarme cómo lo había descubierto todo. Mientras contaba el dinero y los billetes se adherían a su piel pegajosa por el sudor, vomitó toda la verdad acerca del plan de Anna. Ni siquiera me molesté en beberme el café porque, para empezar, no se lo había pedido.

—Cuando reciba los documentos, llámeme o devuélvalos a la oficina de Digihogar —le dije entregándole mi tarjeta de contacto—. Ni una palabra de esto a Anna. En cuanto a lo que pactó con ella y le prometió por todo esto, espero que lo cumpla.

—Siempre que Anna cumpla con su trabajo.

—Lo hará.

Sonreí de medio lado al percatarme de que ese desgraciado, después de todo, creía seguir teniendo poder sobre ella. Me levanté de la silla de plástico gris mientras me aflojaba la corbata, guardé el móvil en el maletín y salí de la sala preguntándome cuánto dinero le habría robado a Anna sin que ella lo supiese. El otro imbécil estaba esperando junto a la puerta de cristal de la oficina, apuntando el objetivo de la cámara de su móvil a mi coche. Por suerte era igual de lento que su jefe. Estiré el brazo y le arrebaté el aparato de las manos antes de que pudiese hacer la siguiente foto.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —canturreé mientras desplazaba mi dedo por la pantalla e iba borrando las tropecientas fotos que le había hecho a mi coche, a la matrícula y a mí de espaldas en su oficina—. Por lo que veo, os encanta hacer cosas ilegales.

—¿¡De qué vas, tío!?

Me miró con una rabia que me infló el pecho de satisfacción, conservando la distancia que nos separaba porque estaba claro que no se atrevía a acercarse a mí. No pude evitar que se me escapase una sonrisilla al recordar a Anna llamándome capullo el primer día que nos habíamos visto en Digihogar. Desde luego, la osadía de ella superaba con creces la de ese par de miserables.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté y memoricé su cara por si algún día tenía que venir a partírsela.

—Teo.

—Teo, la próxima vez que te vea haciéndole fotos a mi coche te quedarás sin fotos y sin móvil.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora