7. Anna: En cualquier momento todo puede acabar

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La luz dorada ilumina la cima de la montaña pequeña pero atrevida que estamos a punto de escalar. El viento fresco de la mañana me acaricia las mejillas y me enrojece la nariz mientras me ajusto el arnés y trato de despejar mi mente centrándome en el sonido lejano de un arroyo. Estoy molesta y pienso que no debería estarlo. Vero es mi mejor amiga, lo que ha dicho es una broma y los comentarios mordaces de Sammy son tan típicos en él que no deberían de afectarme lo más mínimo a estas alturas. Estoy exagerando, me repito.

Y sí, seguramente sea una exageración, pero la mente juega malas pasadas y no soporto pensar que en cualquier realidad paralela, si se hubiesen conocido antes de que yo descubriese que Leo era Gianni, podrían haber acabado juntos. Chasqueo la lengua ante las estupideces que estoy pensando y respiro hondo el olor a pino silvestre.

Tener tantas ganas de volver a estar con Gianni me está haciendo desvariar.

Después de que nos miremos unos a otros haciendo las últimas comprobaciones del equipo y nos ajustemos las correas de las mochilas, nos acercamos a la base de la montaña. La textura rugosa de las rocas se me incrusta en las manos cuando comenzamos a escalar. Aunque nos concentramos en cada movimiento, a veces Vero y yo no podemos evitar partirnos de risa al ver los resbalones de Sammy.

—¡Se me había olvidado que eres una patata escalando! —le grito entre risas.

—Es lo que tiene apuntarse a un plan solo para enterarse de los chismes —canturrea Vero y me dedica una sonrisa cómplice.

—¡Es que siempre me pierdo algo de vuestras historias! —gimotea él, tan agobiado que empiezo a sentir lástima, y vuelve a tropezarse con un saliente—. Esta montaña va a acabar conmigo.

Vero se adelanta. Freno un poco mi ritmo y lo ayudo a subir guiándolo por los caminitos que percibo menos empinados. Me deshago también de las rocas sueltas que a veces nos hacen sujetarnos al vacío y nos pegan un buen susto. En cuanto logramos poner un pie en la cima, el paisaje se amplía y los dos extendemos los brazos cogiendo una gran bocanada de aire que nos infla los pulmones de vida. Desde aquí arriba, tenemos Madrid a nuestros pies. El cielo se expande por encima de nuestras cabezas de un celeste resplandeciente, un océano limpio de nubes. Sammy se acerca al borde del precipicio y alza las manos cerradas en puños.

—¡Hemos conquistado la montaña! —se emociona.

Nosotras nos reímos. De su ingenuidad, de la sensación de superación, de la felicidad que se siente al disfrutar del mundo desde un lugar libre de costumbres sociales o expectativas personales. Cuando contemplas la grandeza, es fácil comprender que en realidad todo es minúsculo. Que . Los instantes y nosotros.

Apoyo las manos en mis muslos, suspiro cansada por el esfuerzo y enseguida me uno al picnic improvisado que están montando mis amigos en el claro de la cima. Vero estira una manta de colores pasteles mientras Sammy se bebe media botella de agua de un trago. Nos sentamos en círculo, sacamos los bocadillos, los refrescos y los snacks, que parecen una fiesta de patatas fritas y distintos dulces de chocolate. Nos miramos con la boca llena y los mofletes se nos inflan al reprimir la risa.

—Traemos el menú perfecto para un deportista —bromeo mientras mastico.

—Este menú es una delicia —agrega Sammy llevándose un palito de chocolate a los dientes y cortándolo por la mitad con los incisivos.

—¿Os acordáis de los cruasanes que vendían en el instituto? ¡Os prometo que siguen siendo mis favoritos! —exclama Vero.

—A mí me encantaban los bocadillos de panceta que hacía el hombre del bigote.

—¿Se habrá jubilado ya?

—Supongo que sí, ¿no? —Sammy levanta los dedos uno por uno y abre los ojos—. ¿Cuántos años hace que nos graduamos?

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora