17. Anna: Las respuestas siempre llegan solas

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Maldigo de todas las formas posibles y que encuentro en mi diccionario de insultos mentales el transporte público de Madrid. Se me olvida lo afortunada que era teniendo mi propio coche hasta que, cada mañana, viajo media hora enlatada en vagones donde no cabe ni una sola persona más, pero que aun así se apretujan entre ellos para hacer hueco. Y, por supuesto, llego al trabajo con el aspecto de que me haya pasado una avalancha de mamuts por encima. Tener resaca lo empeora todo.

Me toqueteo la puntera de mi tacón derecho, azul aterciopelado a juego con el traje de chaqueta que he decidido vestir hoy, y chasqueo la lengua al percatarme de que el pisotón que me dieron esta mañana al salir del metro ha raspado un trozo de terciopelo. Cruzo las piernas y meto la mano en el cajón del escritorio. Busco al fondo. Bingo. El otro día compré un paquete de caramelos de nata y menta para los ratos de aburrimiento en el despacho, que abundan ahora que no tengo que salir a reuniones ni a investigar la zona. Desenvuelvo el caramelito, a la boca. Cierro los ojos saboreándolo. Luego, me pongo a revisar algunos casos de clientes que querían vender sus pisos con nosotros desde hace unos meses. Los clasifico y pongo una notita encima de cada carpeta con el nombre del agente de Blupiso al que se lo asignaré.

El nombre de Vero iluminando la pantalla de mi móvil me alegra la mañana.

—¡Cómo está la gerente más sexy de Madrid! —me saluda a gritos.

—Alimentándose a base de caramelitos de menta para no quedarse dormida en la oficina.

—Uhh —hace un sonidito insinuante—, ¿es que acaso has tenido una noche ajetreada en ese club del sexo?

El caramelo se me atraganta. Abro los ojos. Toso y empiezo a reírme a carcajadas imaginando que hubiese dicho eso con el móvil conectado a algún altavoz como ocurrió el otro día con Kai. Me estoy dando cuenta de que la gente que me llama por teléfono siempre pone en peligro mi dignidad de alguna manera u otra.

—Anoche estuve hasta las tantas viendo las estrellas, sí.

—Eso solo lo haría la antigua Anya enamoradiza, querida, a mí no me engañas —replica con resignación, aunque su comentario me roba una sonrisa sarcástica porque lo último que hicimos anoche no fue algo romántico ni de lejos—. ¿Has avisado a Ellie y Amber para que vengan a mi cumple este sábado?

—Hecho, y ambas han aceptado.

Vero emite un gritito de alegría. Este año tiene especial ilusión por celebrar su cumpleaños, y es que ha convencido por primera vez a sus padres de que se tomen un fin de semana de vacaciones en la otra punta del país para hacer una tremenda fiesta en su casa.

—Ellie me pidió que te preguntase si podía unirse Luca.

—¿Luca? ¿Quién es ese?

—Su futuro novio —digo mientras jugueteo con un bolígrafo haciéndolo girar entre mis dedos.

—¿Podría ser nuestro futuro amigo también o es demasiado imbécil para eso?

Las carcajadas me salen de lo más hondo sin previo aviso. Ahí está el lado de bruja asocial que a menudo ha caracterizado a Vero. Por eso aún no comprendo su relación con Jeff.

—Es buen tío, éramos compis de trabajo en Digihogar.

—Está bien, que venga, confío en el criterio de Ellie. —Ambas nos reímos. Tiene razón, cualquiera se fiaría de Ellie por lo especial y selectiva que es ella.

—Le daré la buena noticia en un rato, que hemos quedado las tres para almorzar.

—Oye, ¿y si invitas también a Gianni?

Su pregunta me sobresalta tanto que pierdo la concentración en el bolígrafo y me resbala de los dedos. Miro con desprecio cómo rueda por el suelo hasta introducirse en la parte inaccesible debajo de los cajones del escritorio. No pienso recuperarlo.

—Llamando a Anna Holloway... —insiste Vero.

—Claro, se lo diré.

—¿Tú quieres?

—No quiero que te sientas comprometida a invitarlo por...

—¡Anda ya! Ya sabes que estoy deseando conocerle y ponerle cara al galán que ha conquistado a mi mejor amiga.

Veo a Teo aparecer por el pasillo rumbo a mi despacho. De forma automática, el corazón se me dispara y mi cuerpo entra en modo alerta para combatir el nivel de estrés que me produce ese tío.

—Tengo que colgar, hablamos en otro momento —le susurro al móvil.

Vero no tiene tiempo a despedirse, cuelgo la llamada y guardo el teléfono en el cajón justo antes de que Teo atraviese la puerta del despacho con una cara de mil demonios. Siempre viste el mismo traje de chaqueta simple y aburrido, como él mismo, a juego con el ceño fruncido y su mente retorcida. Sus ojos marrones se posan en mí y se cruza de brazos.

—Vengo a por más pisos.

—Os he asignado una carpeta a cada uno. Busca la tuya, ahí tienes tu trabajo —le explico.

No responde, pero anticipar la reacción que tendrá cuando vea que le he asignado un mísero piso en comparación a los tres o cuatro de sus compañeros me hace elevar las comisuras, victoriosa. A menos pisos, menos ventas. Lo que significa menos dinero de comisiones. Se lo merece. Encuentra su carpeta rápido, la abre para comprobar en mis narices qué tiene que hacer en todo el mes y entreabre la boca mientras alterna la vista entre los documentos y mi cara.

—¿Estás de broma? —pregunta, ofendido.

—¿Me ves cara de broma? —contesto cruzándome de brazos.

—¡Ni siquiera podré comisionar si solo vendo un maldito piso!

Su mano golpea mi escritorio. El estrés que siento por dentro me hace temblar de rabia. Me pongo en pie y lo enfrento sin vacilar lo más mínimo.

—Así tendrás tiempo libre para reflexionar y aprender a dirigirte a mí.

—Puta rencorosa.

Puedo ver en su mirada cuánto me detesta y la verdad es que no me puede importar menos, aunque yo también me detesto a ratos al recordar que me acosté con él hace un tiempo. Coge los documentos del interior de la carpeta y la lanza contra la pared. Me esfuerzo por mantener la calma a pesar de que el corazón me ha dado un brinco. Se da media vuelta y suelto el aire contenido en los pulmones cuando abandona el despacho tras dar un portazo. Me dejo caer en la silla. Las manos me tiemblan. Mi mente se convierte en un barullo de voces que me dicen que no debería de estar soportando esto. Que este no es mi lugar ni me respetan como me merezco. Intento distraerme recuperando el móvil del cajón. Entro al chat de Gianni y acaricio su nombre en la pantalla.

Recuerdo la charla que compartimos anoche bajo las estrellas. No soy tonta, sé que hay algo entre nosotros que ha cambiado y no termino de encajar esa sensación porque ni siquiera comprendo qué es. Qué ha cambiado, por qué nos noto distintos, por qué ya no fluimos como cuando sabíamos que todo se iba a acabar.

Una bombilla en mi cabeza se ilumina. Quizá sea por eso, quizá la razón es que antes teníamos fecha de caducidad y queríamos vivir el presente al máximo sin pensar en las consecuencias. Ahora... Ahora nos centramos en las consecuencias y es el miedo lo que nos frena. Lo que no nos permite vivirnos al máximo.

La única conclusión a la que llego es que nos esforzarnos por comprender algo que simplemente deberíamos vivir sin hacer preguntas. Porque las respuestas siempre llegan solas. Así que dejo de pensar en las sensaciones que me frenan, tecleo y lo invito al cumpleaños de Vero de este sábado.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora