4. Anna: El pasado siempre presente

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Tengo el estómago encogido desde que un oso gigante me invitó a merendar el otro día, se transformó en un apuesto Gianni que echaba más en falta de lo que me imaginaba y volvió a apropiarse de mi mente con mayor ímpetu que nunca.

Eso dicen, que hace falta tomar distancia para reconocer con claridad qué quieres más cerca. Para descubrir qué es lo que sientes lejos y qué permanece igual.

Delante del espejo de mi cuarto de baño lucho por ponerme la gargantilla de plata que me regaló Vero hace unos meses por mi cumpleaños. Pende una gota que cambia de color según la luz que absorbe y que en su momento quise creer que se trataba de agua porque me aterraba darle un significado más profundo como lo podía ser llevar colgada una gota de pintura al cuello.

Hoy elijo que sea de pintura, lo que me apasiona por encima de todo, y no de agua, lo que la diluye.

Me hago una foto enseñándole los dientes en una amplia sonrisa al móvil y se la envío a Vero. Luego, me paseo por el salón de mi apartamento, repleto de lienzos secos, húmedos y otros a medio terminar. Mi hogar huele a pintura y a sueños. A una nueva vida que me ha costado semanas aceptar y que aún me aterra admitirlo en voz alta. Cuando me siento frente al lienzo que hay anclado al caballete, me esfuerzo por apartar esos comentarios intrusivos en mi mente que me hacen sentir mal porque durante mucho tiempo los abracé como la excusa perfecta para abandonar mi sueño.

En mi móvil suena Che vuole questa musica stasera de Armando Trovaioli y Peppino Gagliardi. Lo admito, tras el viaje a Positano me aficioné a las canciones italianas. No solo porque evocan el encanto de esa peculiar localidad, sino porque en ese idioma lo encuentro a él.

Me ajusto las gafas de pintar. Las emociones enmarañadas palpitan en mis manos suplicándome que las deje salir, pero no en este lienzo, sino en otro blanco que lleve su nombre plasmado en los colores escarlatas que comienzo a esparcir sobre la paleta. Cojo uno de los pocos lienzos nuevos que me quedan en el salón y lo subo al caballete. Luego, empuño el pincel y mis emociones empiezan a bailar. Me dejo llevar. Recordando su boca; los besos que nos dábamos, que siempre me supieron a poco porque siempre quería más; la forma en que me acariciaba la mejilla o me entreabría los labios para apoderarse de mi lengua. Recordando el tono ronco de sus jadeos; esa mirada entrecerrada para no perderme de vista, una diminuta conexión entre lo superficial y su profundidad. Lo tengo grabado en mi memoria porque siempre pensé que cualquier día sería el último.

En cierto modo, cuando me confesó que me había reconocido desde el principio gracias a sus investigaciones clandestinas, que le había parecido lo suficientemente interesante como para acercarse a mí en el Club 13, no solo sentí rabia. Esa era la emoción «correcta». Me intentaba convencer de que lo apropiado era ofenderme por haber invadido mi privacidad. Por haberme robado mi libertad en aquel lugar que era mi refugio.

Pero la realidad es que tuve que contenerme para no sonreír al llegar a casa después de la merienda. A quién le importa el lugar cuando el refugio se convierte en una persona. A quién le importa lo correcto cuando lo incorrecto te enciende el alma.

Voy meciendo la muñeca a través del color de esa llama que me recorre el cuerpo y me calienta el corazón. De mi color favorito. El tiempo pasa inadvertido, la noche cae obligándome a encender la lámpara de pie que coloqué en la esquina del salón. Enjuago el pincel en agua y lo empapo de negro. La línea que cruza nuestros labios, esa que los separa pero también los desdibuja hasta hacerlos uno solo. Esa que marca el límite que hemos cruzado cada vez que nos hemos besado.

Y resoplo satisfecha al alejarme y contemplar el beso abstracto, húmedo, latente.

Mañana le daré las siguientes pinceladas.

Me quito las gafas y las dejo a un lado del caballete. La pantalla del móvil se ilumina al recibir un nuevo mensaje. Tengo notificaciones sin revisar desde hace horas. Entro a la última, es de Kai.


Kai:

Tengo noticias.

Anna:

Sorpréndeme.


Sonrío. Mi relación con Kai es otra de las cosas que ha cambiado de una manera casi drástica en estas semanas. Hemos mantenido el contacto a diario, sobre todo porque al principio tenía mil dudas acerca de la técnica de pintura del proyecto Colored Senses. Ha sido ese faro de apoyo en medio de la oscuridad. Ahora se podría decir que la pintura ha unido lo que el amor separó. Nada de dramas, nada de mencionar el pasado pisado. O eso intentamos. Su estado cambia a «escribiendo» enseguida.


Kai:

Lo tengo todo listo para la mudanza.

El jueves estoy en Madrid.

Anna:

¿Listo para disfrutar en persona de mis nuevas obras?

Kai:

Listo para todo.

No sabes cuánto me alegra tenerte de vuelta...

Como invitada especial del proyecto.

©La última jugada (JULTI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora